No; no es una sigla o emblema de un nuevo movimiento revolucionario, al estilo del   M-19 de la guerrilla colombiana, o de otros muchos que existen.

Es precisamente el nombre de algo insustituible para hallar la paz, la dignidad humana perdida y el gozo de la existencia.

Todos sabemos que cuando los médicos logran al fin hacer un diagnóstico preciso del enfermo, se ha recorrido la mayor parte de su curación. Queda sólo aplicar correctamente las terapéuticas que ya se sabe que son las oportunas y eficaces para esa precisa dolencia.

Y eso –diagnosticar– es lo que primero debemos hacer en ese elefante enfermo, que es nuestra sociedad occidental de hoy.

Vemos «síntomas» por todas partes: guerras absurdas, divorcios cada vez más frecuentes, abortos sin ton ni son, agrias disensiones entre las personas en el seno de las familias, en los grupos, en los partidos políticos; pasotismo e indiferencia a todo, en mucha juventud. Feroz competencia económica, droga, marginados; pobres cada vez más pobres… Y aún en los poderosos, infelicidad profunda, hastío, insatisfacción, que tratan de suplir con mayores ambiciones.

He dicho que todo eso son síntomas, los cuales manifiestan que hay una enfermedad escondida, que tendremos que descubrir para intentar aplicar remedios útiles que no sean sólo parches circunstanciales que calmen por un momento la tos o el dolor del costado.

Sí; ¿cuál puede ser?, ¿cuál es la enfermedad que tiene tan postrada y mal oliente a nuestra civilización?

Los ancianos –hoy al adelantar la edad de jubilación, cada vez la ancianidad empieza antes– son seres llenos de méritos. Toda su vida la han dedicado a trabajar. Han sufrido para dar a las generaciones siguientes este mundo con que nos hemos encontrado, tan avanzado de técnicas y hermosuras.

Estas personas de edad, de piel arrugada, son como esos desiertos que parecen sólo secas dunas inútiles. Pero, si se sabe detectar en ellos sus riquezas profundas, salen ríos de petróleo o de aguas abundantes freáticas, que fecundan industrias potentes y campos ubérrimos.

Ancianos a los que, ciertamente, ya no les corresponde mandar, claro está. El mando es como un deporte demasiado violento y «estresivo». Los adultos no tienen ya que obedecer, pues son responsables del timón de su vida. «Honrar» a los ancianos es otra cosa: es alabar, ayudar, servir; es mimar, ¡es amarles!

Y «esos mayores», que han visto, pensando y vivido las cosas por segunda o tercera vez a lo largo de su vida, son lagos de sabidurías del alma humana… ¡y cuántos consejos pueden reflejar llenos de experiencia!

Además, están de vuelta de cánones y dogmas de la razón, y pueden amar a sus nietos con mayor lucidez, libertad, ternura y tiempo.

El gran psiquiatra Lluís Folch i Camarasa, dice que los abuelos son tan necesarios para una correcta y armónica educación de los nietos, que si los ancianos no existieran, habría que inventarlos.

¡Cuánto podríamos seguir escribiendo al respecto!

Pero, ¿qué ocurre en realidad en nuestro entorno?

A los ancianos se les margina; como ya no producen, son antieconómicos. Son, con sus pensiones –¡bien merecidas y pagadas por ellos mismos a lo largo de su vida!–, demasiada carga para los Estados y los jóvenes que trabajan y deben sostenerlos. Porque los gobiernos, por lo visto, con guante blanco, gracias a devaluaciones e inflaciones, les escabuyó el valor de aquellas aportaciones bien válidas en su día, hechas, como decimos, por los propios ancianos de hoy.

Se les arrincona en residencias, algunas tristísimas por su soledad, donde ni las familias a veces les visitan. Antesalas frías del panteón impaciente.

Más aún, en tanto lugares ya se aplica –con hipócrita filantropía– la eutanasia activa. Se aprovecha para ello cualquier ocasión: una gripe, una operación… las cuales siempre «se complican». Se murió.

Nuestra sociedad ha olvidado el Cuarto Mandamiento de aquellas leyes de Moisés que, sin embargo, están en la entraña de nuestra civilización.

Vano es no matar, no fornicar, no robar, no mentir, etc., si todo esto no se construye sobre la roca firme del «honrar padre y madre». A los mayores todos. Si no se ama a los padres –que nos han dado el tesoro básico de la existencia y tantas otras cosas más–, ¿cómo vamos a amar al vecino y, menos aún, al enemigo? Y si no les amamos, acabará produciéndose la guerra dentro de la familia, con los próximos y con los lejanos. Y con nosotros mismos. Siempre una feroz competencia, siempre ambicionando más, porque nada nos satisface. Despreciando nuestra raíces, estamos divididos en nuestra misma identidad.

¿Tratamiento? el «4-M». O sea: decir, recordar y volver a aplicar este Cuarto Mandamiento, base de los otros para una plácida y gozosa relación con nuestro prójimo.

Además, si menospreciamos y matamos a nuestros viejos como caballos inútiles, nuestros hijos estarán aprendiendo, con nuestro ejemplo, a deshonrarnos y exterminarnos a nosotros en breve plazo ¡Y tampoco ellos serán felices!

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Diario de Ávila, diciembre de 1988.
Revista RE Nº X–XI, enero de 1989.
El Adelantado de Segovia, enero de 1989.
La Montaña de San José, marzo-abril de 1989.
Emporda, abril de 1989.
Diario de Terrassa, marzo de 1989.
Semanari de l’Alt Emporda, abril de 1989.
Revista Cambrils, abril de 1989.
Revista Igualada, agosto de 1989.
Comarca de Trujillo, agosto de 1989.
Balsalt, octubre de 1989.
Ancora, marzo de 1990.

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