Nuestra razón, por ser nuestra, es limitada. Límites que son fruto de nuestra contingencia. No éramos, podíamos no haber sido y, aunque ahora seamos, de nosotros no fluye el seguir siendo. (Los cristianos que afirman el «alma», reconocen que ésta, si no fuera sostenida por Dios, se aniquilaría).
Es bueno que ejercitemos nuestra razón todo cuanto podamos para la investigación y la creatividad. Pero ella siempre topará con el misterio en las cosas, en los otros y en el fondo de uno mismo. Si ahora hay algo, siempre habrá habido «algo» pues la nada, nada es y nada hace. Pero nunca podremos comprender del todo ese algo y mucho menos explicar por qué existe algo en vez de nada.
Una soberbia racionalista puede sentirse irritada ante esta impotencia o no querer reconocerla. Incluso algunos piensan que si tuvieran tiempo ilimitado por delante, su razón llegaría a desvelar todo misterio. Creen que su razón es como el ápice de lo existente. Por lo cual la razón sería lo que verdadera y únicamente podría llamarse divino. Y así, puesto que la razón la encarnamos nosotros, seríamos, al menos, unos semidioses. Estos racionalistas a ultranza viven, sin embargo, amargados frente a la realidad frustrante de sus límites.
El agnóstico, en cambio, reconoce su contingencia. Hace cuanto puede también para el desarrollo de su razón pero trata de vivir sereno y feliz en el reconocimiento humilde de su condición meramente humana.
El agnóstico coherente, al decir que no conoce el Absoluto, que no sabe nada cierto de él, acepta correlativamente el Misterio que está ahí, alrededor y dentro de todo. Y acepta que tampoco sabe si, al margen del quehacer del hombre, el Misterio es capaz o no de revelársele. Acaso sí que se atreve a afirmar incluso, que si el Misterio se revelara, la razón sería incapaz, por sí misma, de entender y adherirse a esta revelación. Y que si el Misterio no eleva la razón con un don gratuito de fe, la misma revelación sería como una lluvia que resbalaría por la razón sin más.
Muchos pensadores, en el amplio abanico de la Filosofía, dirán que la razón humana puede barruntar a través de la belleza, de la misma existencia contingente, de la teleología de las cosas o de la conciencia y del amor, que el misterio del Absoluto es vivo, a se, personal, infinitamente amable.
Frente al racionalismo a ultranza, el agnosticismo que no se cierra a nada trascendente pero que sencillamente no sabe y sólo sabe que no puede por si dejar su inmanentismo, parece una postura humilde, acaso saludable y hasta no «heterodoxa». Y subyacente, de un modo u otro, en todo recto humanismo.
Desde esta humilde óntica es, quizá, como la persona sea más receptiva a cualquier dimisión de sobrenaturaleza que pudiera advenirle.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
Catalunya Cristiana, noviembre de 1986
El Día, diciembre de 1986
La Gaceta de Salamanca, diciembre de 1986
Crónica de Mataró, febrero de 1987
Temple, marzo de 1987
La Montaña de San José, julio-agosto de 1987
Eco del Cidacos, enero de 1988