Durante los últimos milenios, ha predominado, como base de la sociedad, la prepotente familia patriarcal en versión más o menos amplia, y aún perdura, con sus luces y sombras, en grandes partes del mundo. Forma conveniente al nomadismo y a la cultura ganadera, lo fue también para la era agrícola, engendradora de patrimonios aún más dilatados y estables. Esta organización familiar se fundaba sobre todo en la consanguinidad. Con gran frecuencia, era, a la vez, empresa económica de ámbito doméstico para la supervivencia y desarrollo de sus componentes. Incluso los desposorios eran determinados, generalmente, más por los intereses mutuos de las respectivas familias que por el amor de los propios contrayentes.
La progresiva industrialización, así como la concentración de gran parte de la población en ciudades y la correlativa evolución hacia la exigua familia nuclear, han hecho cambiar mucho los parámetros de la convivencia humana. El Medioevo, con sus gremios, fue ya un preludio, pero sus estamentos estaban aún muy ligados al origen familiar. En la modernidad van surgiendo, como base de la sociedad, otros grupos, no ya por la fuerza de la sangre, sino heterogéneos, por la compartida atracción de unos ideales o la común coincidencia de unos métodos para conseguirlos. Algunos de esos grupos son uniones de numerosas personas motivadas, en su entidad más honda, por el deseo de estar juntos solidariamente, siendo posteriores, e incluso plurales, los objetivos extrínsecos que pretenden.
Todos estos grupos, ya sean comunidades, asociaciones, etc., forman, podemos decir, como nuevas familias –también con sus claroscuros– porque aunque sus vínculos no provengan de un común origen biológico, sí fluyen de una común meta a alcanzar. No son familias por el pasado. Lo son analógicamente por el futuro. Pueden ser grupos de todo tipo: políticos, profesionales, sindicales, recreativos, de cordial y aupada alegría junto a una ayuda mutua cotidiana, etc. En común, y en su misma raíz, tienen una gran virtud estas neo-agrupaciones: son fruto de la libertad de sus componentes. En la familia tradicional, que (naturalmente, aún con forzadas modificaciones), seguirá perviviendo, los hijos tienden a querer ejercer su libertad saliendo centrífugamente de la misma y dispersándose, cada vez más, en direcciones divergentes. Unos hermanos se hacen pobres, otros ricos; unos felices, otros frustrados. En las asociaciones, en cambio, y más aún en las comunidades, se tiende a la convergencia, a una progresiva mayor comunicación y colaboración. Por la misma libertad que alimenta la permanencia de sus miembros, y a poco que su propio desarrollo sea coherente, es natural esta creciente solidaridad para conseguir sus objetivos comunes. Estos grupos son, así, un novedoso mosaico social, no por el principio somático originante, sino por el fin inteligente que les atrae, aglutina y potencia. En vez de vivir de meros recuerdos, viven de esperanza. Aquellos pueden ajarse al paso del tiempo; ésta va engendrando fe que nutre, fortalece y llega a mover ingentes obstáculos.
Quizá la sociedad más cuajada sea la que atine a ensamblar, adecuada y respetuosamente, las familias de origen con este otro tipo de familias acordadas por el libre albedrío.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
Catalunya Cristiana, febrero de 1984
Adelantado de Segovia, marzo de 1984
El Imparcial de Hermosillo (México), junio de 1984
Regió 7, septiembre 1985
Revista de Badalona, octubre de 1985
Montaña de San José, enero de 1986
El Siglo (Sto. Domingo), mayo de 1989