Todos sabemos que el principal y nuevo mandamiento de Jesús para la nueva ley es que «nos amemos». Pero en cierta manera esto ya lo decían también los judíos de la vieja ley: «ama al prójimo como a ti mismo». Sin embargo, todos somos conscientes de que el mandamiento de Jesús ha de encerrar algo verdaderamente nuevo. ¿Qué es?
Pues sí; lo que hay de novedad en él es algo tan grande que constituye, podríamos decir, una auténtica revolución copérnica respecto a aquel mandamiento de los judíos.
La medida del amor para ellos era antropocéntrica, egocéntrica: se daba por supuesto que lo primero y directo era amarse uno a sí mismo, ya que uno es respecto a sí su máxima projimidad y su máxima riqueza.
Lo que su ley aclaraba a los judíos –y eso era un grave avance moral sobre los restantes pueblos– es que los demás seres humanos eran tan dignos de ser amados como ellos mismos. Por lo tanto, era lógico y de justicia que también se les amara como se amaba cada uno a sí propio.
En cambio, la nueva medida del amar en el mandamiento de Jesús, por un lado es teocéntrico: «como el Padre me ama a mí y yo os amo a vosotros, amaos los unos a los otros». O sea, que no he de amar a los demás con mis propias fuerzas, sino como Dios me ama a mí. Tengo que amar, pues, con la fuerza de Dios: con su ímpetu, su fidelidad, constancia y sin limitación alguna. Y yo podré hacer esto, solamente si primero me lleno del amor de Dios, si me lleno del Espíritu Santo que es el Amor sustanciado y personalizado de Dios. Y en este Espíritu y con este Espíritu he de amar a los demás.
Por otra parte, esta medida de la nueva ley es también antropocéntrica aunque en otro sentido que la ley judía, ya que aquí lo primero y directo no es amarse uno mismo sino amar a los otros. Lo que ocurre es que al ser yo uno como los demás, me podré amar también pero sólo con la misma medida que ame a los otros. En la vieja ley uno tenía que amar a los otros como se amaba a sí mismo. Aquí uno se puede amar como se ama a los demás.
Pero en este artículo yo querría subrayar todavía otro aspecto de este nuevo amor con qué nos hemos de amar. «Amaos como el Padre me ama a mí»
Este como, no es sólo cuantitativo, aunque lo fuere analógicamente (tenéis que amaros tanto como el Padre me ama a mí), sino que además y ante todo, es cualitativo amaos con esa clase especial de amor con que el Padre me ama a mí. ¿Y cuál es esa clase especial de amor con que el Padre ama al Hijo? El Padre ama al Hijo precisamente con amor de Padre. Y no cabe duda de que Jesús nos da bastantes testimonios para poder afirmar de que Él también nos ama con entrañas de Padre, con un amor de Padre auténtico que se goza de vernos crecer en edad, gracia y sabiduría. Todo padre sueña que los hijos algún día alcancen la madurez para ser unos sujetos plenamente dialogantes y poder ser así sus mejores amigos. Jesús ama con amor de Padre a los apóstoles. Sabemos que en la última cena les llamó «hijitos míos», pero no con un falso amor paternal, paternalista, el cual es siempre agobiante para el pleno desarrollo del hijo, sino con aquel amor que da todo lo que tiene al hijo, que le transmite toda la sabiduría propia y no tiene ya ningún secreto. Por eso Cristo le dice a continuación, que en adelante, les llamará ya «amigos».
Es así como debemos amarnos unos a otros. Con un amor de amistad que sea fruto de habernos amado previamente con entrañas de Padre. Es decir, con un amor que asume toda la responsabilidad de la iniciativa, que permanece siempre fiel y que no pone límite alguno a su perdón, a su generosidad ni a su esperanza…
No es con una clase de amor cualquiera como hemos de amarnos. Por ser cristianos, precisamente con ese amor de padre que va transformando todo en esplendorosa amistad, es como debemos estimarnos.
Con un amor de padre que, por ello mismo, es amor creador; que ayuda a recrearse siempre a aquellos que se dejan amar como hijos. Los cuales a su vez deben amar con amor de Padre a esos mismos que paternalmente les aman.
Es este un amor mutuamente operante, eficaz, vitalizador. Un amar que siempre nos irá llevando a todos hacia esa especial recreación de la Resurrección. Y no cabe duda de que San José, Patriarca, supo ser el gran discípulo de Jesús en este amar con corazón de padre de todos.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
La Montaña de San José, julio-agosto de 1983