Tenía yo 6 años. Vivía en un ático con gran terraza, cerca del Paseo de Gracia de Barcelona, orientado al sol. Vivíamos con mi abuela materna, viuda.

A mi padre, algunos de sus clientes de provincias, le regaló –ya un mes antes de la Pascua– un cordero vivo, pero advirtiendo que lo engordáramos mejor para el momento de la fiesta. ¿Dónde ponerlo? ¿En una jaula? No. ¡En la terraza! Allí podía corretear y, sin embargo, no escapar.

Yo nunca había visto de cerca, ni tocado, a un corderillo en mi vida. ¡Qué maravilla hundir mis dedos entre su lana! Yo seguía jugando en la terraza –como si tal cosa a pesar de su presencia–, pues era mi reino más preciado. Y conviví horas, días con ese extraño pero, en general, simpático animal, aunque muchas veces desbarataba mis construcciones de madera de mi caja de arquitectura, o las piezas ya ensambladas de mi «Mecano» nº 2.

Con frecuencia, parecíamos amigos. Otras, arremetía de pronto contra mí, su cabeza dura, desafiante, tras una carrerilla. Al principio, lo temía, pero comprobé que lo domaba fácilmente y volvía a ser de nuevo el amigo juguetón.

¡Como era lógico, me encariñé con ese extraordinario juguete con vida, que pusieron a mi alcance!

Yo ya había oído, desde que lo trajeron, que cuando fuera más gordo y llegara la Pascua, ese animal era para ser sacrificado y objeto de gran banquete de fiesta. Pero lo escuchado, era como un eco, que yo me esforzaba en olvidar.

Pasó un mes, y todos un día coincidieron: mañana hay que matarlo. Yo me quedé helado sin respiración. Nada dije. Al día siguiente, mi abuela, gran señora y elegante, pero muy ducha en todo lo que fuera «caseidad», degolló sin hacerle daño –según me dijeron luego– el animal, en la amplia cocina. Mientras, yo me quedé estupefacto fuera. Por supuesto, que jamás hubiera entrado, ni atado, a la cocina a ver eso que pasaba. Creo que yo mismo afirmé el picaporte de la puerta que nos separaba, asegurándome que estaba bien cerrado.

Me fui melancólicamente a la terraza. ¡Qué desierta estaba! Mis juguetes inanimados, desordenados por el suelo; acaso más aún, por las últimas correrías del cordero. Creo que lloré.

Al día siguiente –mesa adornada– sacaron en una gran bandeja (de la que exhalaba un muy buen olor), al cordero cocinado. Hubo exclamaciones de alabanza para mi abuela por parte de las personas que aquél día fueron también invitadas. Empezaron a servir los platos. Yo rechacé con decisión el mío. No quise probar ni un bocado. No insistieron. Me pareció que mis padres y mi abuela, con sus miradas hacia mí, significaban que me comprendían. Nadie me riñó. Trajeron otras viandas para mi plato.

Yo no tenía entonces ninguna idea del simbolismo del «Cordero» con Cristo Crucificado. Fue otra la sensación que me embargó, aunque tampoco entonces era conciente y menos aún podía expresarla con claridad. Era como si dentro de mí se me hubiese desgarrado algo y por esta herida brotaba una vivencia, que muchos años más tarde oiría musitada por Francisco en su situación existencial. ¡Hermano lobo! –«hermano cordero»– Hermano Sol, Hermana Luna…

Pasó tiempo. Aquella escena de mi infancia no dejó huella frustrante. Siempre comí luego cordero –claro que sin conocer precisamente al concreto animal que engullía ni haber jugado con él. Encontraba esta carne excelente, tierna, gustosa, y no digamos si recién asada con leña. ¡Qué ricas las costillas, cogiéndolas con los dedos y untadas de «all-i-oli»!

Ahora resulta que tengo que tener cuidado. Me dicen que esa carne proporciona mucho colesterol. Pero una cosa es esta problemática médica, y otra aquél momento irrepetible de mi niñez –yo, manso cordero también entonces– de haber sentido hondo, telúricamente mi fraternidad existencial con toda la Creación. Haber sentido el que podía manifestar –sin saber decirlo aún: «¡oh, mi hermano cordero amado, estamos embarcados ambos en la maravillosa aventura de existir!».

Algunos teólogos franciscanos dicen que Dios resucita de alguna manera también a los animales… ¡a toda la Creación! Me gustaría que fuese así. Y encontrarme, al llegar al Cielo, que vinieras, ¡oh corderillo mío!, con tu trotecillo a darme la bienvenida, incluso arremetiendo duro contra mí, pero con alegría, tu cabeza. También tu eres reflejo irisado del rostro de Dios.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Revista RE en castellano Nº 39, Julio 1996

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