La pobreza en nuestra posguerra, las repercusiones de la segunda guerra mundial y las emigraciones masivas a las ciudades que se industrializaban, obligó a construir, precipitadamente, en ellas, multitud de viviendas de espacio reducido, para dar alguna solución al aluvión de demandas.

Se juntó a este problema otro que no es fácil de evitar: el espíritu de lucro desproporcionado de propietarios, constructores, productores de materiales, etc.

Han pasado bastante años. Ha subido el nivel de vida. Se han mejorado, en general, la calidad de los edificios y se han modernizado su diseño y sus aspectos sanitarios. Pero se han seguido escatimando los metros cuadrados. Muchas minúsculas habitaciones sólo sirven para dormir, pero de ninguna manera para «estar», con lo que toda la familia debe permanecer en la única «sala de estar» que, por otra parte, no es más que una prolongación del comedor; no hay espacio para una intimidad privada relajante. Al contrario, la obligada copresencia física, enerva y aumenta los roces entre hermanos, padres e hijos y también entre los esposos. No añadimos aquí con tíos o abuelos, porque en esos pisos o apartamentos no hay lugar para ellos. Tienen que ser los obligados exilados en residencias o asilos multitudinarios y cuartelarios, aunque estas instituciones, a veces, sean muy beneméritas. ¡Pobres ancianos, lejos de su «patria familiar»! No; no hay sitio ni tiempo, casi, para ocuparse de estas personas, probablemente cargadas de indudables méritos.

Los mismos miembros de la familia nuclear no resisten entre esas paredes apretadas; se van de esas casas, con un portazo, a cualquier sitio: a la calle, al bar, a la discoteca; donde sea, para estar un poco solos, perdidos entre la muchedumbre o entre conocidos con los que no medien compromisos importantes.

Hoy en día, los psicólogos tienen perfectamente estudiadas todas las neurosis producto de esta aglomeración que, como es lógico, repercute también haciendo más extremosamente densos los barrios.

Un par de ratas, en una jaula mediana, se respetan; tres, se amenazan; cuatro, se muerden; cinco, se matan. El hacinamiento también las vuelve peligrosamente neuróticas. Y esos comportamientos patológicos de la gente, originados en gran parte por sus propios hogares estrechos, tienen luego también graves repercusiones en la vida social: las escuelas, el trabajo y hasta en las manifestaciones del ocio que, en vez de ser gratificantes, se hacen también agresivas y en exceso competitivas.

¿No se podrían mejorar tantas situaciones yendo a esta importante raíz? ¿No podrían cobrar conciencia los arquitectos de que la salud mental de las personas exige un espacio privado agradable y cómodo, enteramente propio, donde puedan sentirse libres? Allí estarían rodeadas de una decoración a su gusto, sin que nadie turbase sus soliloquios, su paz o su música; sus sueños y su encontrarse consigo mismo. Podrían apaciguar los tensos sentimientos para permitirse, así, luego, en la convivencia familiar y social, sonreír y ser amables, es decir, dignas de ser amadas.

Los propietarios y constructores tendrían que saber atemperar sus ganancias en aras de una mayor paz y armonía social, de la que, a la postre, ellos también serían gozosos beneficiarios.

¡Ánimo arquitectos! ¡Exigid poder ser más humanos!

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Correo Catalan, mayo de 1985
Diari de Girona, mayo de 1985
Diario de Sabadell, mayo 1985
Catalunya Cristina, junio 1985
El Adelantado de Segovia, julio de 1985
La Montaña de San José, septiembre de 1985. Ausona, septiembre de 1985
Diari d’Igualada, octubre 1985
Diari de L’Anoia, octubre1985
Diario de Terrassa, octubre de 1985
Canfali, octubre de 1985
Cronica de Mataro, noviembre de 1985
Plaça Gran, junio de 1986
Ecos del Cidados, septiembre de 1986

Comparte esta publicación

Deja un comentario