He vivido recientemente una temporada en Ascot, a menos de 300 metros de su famoso hipódromo. Tan cerca, que en los días de grandes carreras, se oye el grito de las gentes cuando los caballos llegan a la meta.

Esta estancia me dio la ocasión de conocer a un simpático viejo de la República de Sudáfrica, que al jubilarse ha establecido su residencia en Inglaterra, tierra de sus antepasados. Su hobby –o más que hobby– en estos sus años dorados, fruto de su antiguo negocio de importación y exportación, son los caballos.

No es que apueste mucho. Es prudente y calculador. Lo justo para producirse la emoción gratificante premio del anhelo, la agridulce angustia durante las carreras después, y la alegría de ganar o la desilusión del perder, que es a su vez, motor para desear jugar en la primera ocasión. Y esto le da vida.

Pero su verdadera pasión son los caballos en sí. Tiene una cuadra con cinco o seis. Y un día me llevó a visitarla, en su hermosa casa cerca de Goring-on-Thames.

Admiré esos caballos que él cuida como a las niñas de sus ojos y que habían participado en varias carreras en Ascot. Uno, una vez, había ganado. ¡El día más feliz de su vida!, me explicó, por lo menos, el más feliz de su jubilación.

Le pregunté ¿Qué diferencia hay entre ese caballo blanco, con crines entrecruzadas de blancas y doradas, y ese otro alazán, de un pardo tan brillante? ¿Cuál es el mejor, éste o aquel negro azabache con pies blancos?

¿Diferencia?; exclamó, quedó como pensando un instante y siguió:

«Bueno, el color: pero todos son excelentes. Quizás, el pardo sirva más para carreras de obstáculos. Lo entrené para ello en especial, pero todos pueden ganar. ¡Helas! y espero que lo hagan ¡Son tan jóvenes aún!» –afirmaba mientras iba acariciando y dando palmadas cariñosas a los cuellos tensos, y flexibles a la vez, de aquellos estupendos animales.

Les susurraba en un inglés difícil para mí, frases en sus oídos que, sin embargo, los caballos parecían entender perfectamente.

Mientras regresábamos hacia la casa situada en medio de cuidados parterres, le dije:

«¿Y en sus caballos no hace usted un apartheid entre ellos ya que son tan distintos en color?».

Se detuvo un momento para mirarme sorprendido arqueando las cejas. Luego quedó en silencio unos momentos; después me miró y sonrió. Había comprendido la intención de mi pregunta. Se quedó como un poco triste al reemprender la marcha hacia la casa.

En el umbral de una de las puertas sobre la terraza que estaba entreabierta, me apretó afectuosamente el brazo, y me introdujo en el salón mientras llamaba con fuertes voces a su esposa. Llegó ésta enseguida y nos saludamos cordialmente. Él le dijo:

«Yo le he enseñado mi cuadra. ¿Quieres tu enseñarle ese presepio napolitano?».
Dirigiéndose de nuevo a mí, me explicó:

«Mi esposa, que como sabes es irlandesa y muy católica, ya ha empezado a adornar este Nacimiento de cara a la Navidad que ya se acerca. Y también ha puesto delante la cabalgata de los Magos de Oriente. También ellos, uno es blanco, otro rubio y otro negro. Y también están juntos. ¡Helas!»

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
El Adelantado de Segovia, diciembre de 1983.
Catalunya Cristiana, enero de 1984.
Diari Avui, de diciembre 1984.
La Montaña de San José, enero de 1988.

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