He estado en China. He regresado hace poco. En la China Continental. Pekín (Beijing), Xi´an, la ciudad de la paz permanente, la de los 6000 guerreros de terracota de tamaño normal, todos de diferentes caras, puestos en pie siglos antes de Cristo y que los arqueólogos han puesto al descubierto sin que ello enturbie esa paz de hoy.
Visité lo que antes también fue Estado Chino –y volverá muy pronto a serlo– Hong Kong.
Ha sido mi primer viaje a Extremo Oriente, y todo es muy distinto a lo que yo me imaginaba, fruto de la leve historia que estudié de esos países en mi Bachillerato –casi todo se acababa en Marco Polo– de superficiales lecturas posteriores, de las noticias de los periódicos: China era uno de los grandes de la postguerra, con derecho a voto, la larga marcha de Mao y otros, la cruenta invasión de los japoneses, la Revolución cultural, los nuevos aires de Deng Xiaoping… que se anticipó a la Perestroika, la inquietud de la juventud deseando aún mayor libertad.
Ciertamente, no bastaban para una aproximación a la realidad la visita a los restaurantes chinos (de diversas cocinas y provincias de ese inmenso país), esparcidos tan profusamente por todos los continentes.
Y ciertamente también sobraban los prejuicios que uno elabora por atreverse a juzgar sin haber visto, palpado aquellas tierras.
Después de conocer bien Europa y viajado por África y, repetidas veces, por todo América, llegar a esa lejana Asia fue una gran sorpresa.
Visitar China me ha resultado, inesperadamente, como visitar la «casa de la abuela».
Dentro de Europa misma, un español se ve, en cambio, extranjero en países tan diferentes del nuestro como, por ejemplo, Holanda o Finlandia o incluso Alemania. No sólo por la lengua sino por el carácter, las gentes, las tradiciones…
En China uno se siente desde el primer momento como «en familia». ¡Quién lo diría! A pesar de que sus habitantes, claro está, hablen chino (¡y hay muchas lenguas y dialectos!), se sintoniza en seguida. Son muy humanos, transpiran milenaria y refinada cultura. Ríen. No cabe duda que los indoeuropeos procedemos de sus cercanías.
Son sagaces y generosos, las personas aún de un nivel económico algo bajo –aunque han mejorado mucho estos últimos años–, son grandemente hospitalarios. Sencillos, en su real realidad transparentes. Se saben muchas veces algo desconocidos por Occidente. Incomprendidos. En efecto ¡qué lejos están de los estereotipos que tanto tenemos de ellos por acá!
Uno les presiente cerca de Dios con su corazón algo tímido y bonhomía, esperando claridades.
¡Y qué reserva para la humanidad su espíritu familiar, sus numerosas universidades, su felicidad sencilla, sus sanas costumbres, su entrañable intimidad hogareña, su respeto y amor a los ancianos!
China, ¡cuán desconocida era de mí! En ella rebulle –gozoso y esperanzado– el siglo XXI.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
Revista RE, segunda etapa Nº 2, mayo de 1989.