Se acaban de celebrar en Huelva, unas Jornadas para presentar la celebración del Hemimilenario del llamado «Descubrimiento de América» y su Evangelización.

Los etnólogos y antropólogos parecen estar de acuerdo al afirmar que el Homo Sapiens no surgió en el continente americano.

Mandíbulas y otros restos del hombre primitivo han aparecido en África, Asia y hasta Europa. Eso quiere decir que los indígenas que Colón y sus acompañantes encontraron en América, eran descendientes de los que habían «descubierto» ya este novísimo continente americano.

Hoy día las investigaciones prehistóricas tienen más recursos y técnicas que antaño para sondear lo acontecido. Se están haciendo trabajos muy serios para husmear el rastro de aquellas poblaciones asiáticas que con gran empuje, valentía y heroicidad entraron en este continente a través de las tierras y mares helados de Bering, mucho más al norte de Alaska; y fueron bajando luego en busca de climas más benignos donde asentarse a lo largo de la costa del Pacífico. También se estudia cómo hace milenios pudieron atravesar este amplio mar por el sur y, con «kon-tikis» de bambú, pudieron arribar a las cosas de los actuales Chile, Perú…

La humanidad bien establecida y con sus muy ya desarrolladas culturas antiquísimas del continente asiático, envió hacia oriente unos descubridores de América. Luego pasaron milenios hasta que aquella misma humanidad afro-asiática-europea con su cultura renacentista, al borde de nuestros “Finisterre”, envió hacia occidente unos hombres hacia ese continente americano.

La llegada de Colón y sus hombres fue como si los dos brazos de la humanidad, uno rodeando la tierra hacia oriente y otro hacia occidente, por fin pudieran entrecruzar sus manos.

Y grande era la cultura que los hombres de oriente habían desarrollado en sus inmensas tierras descubiertas.

Los aztecas tenían un calendario mucho más exacto que el nuestro gregoriano. En contra de lo que ordinariamente se cree, los Aztecas conocían la rueda, como demuestran algunos juguetes que hacían para sus niños; sin embargo, no tenían caballos, ni bueyes, ni llamas, que pudieran servirles de animales de tiro. Y los incas que tenían llamas, no tenían caminos apropiados en lo encrespados Andes.

Tenían una medicina, en muchos aspectos, mucho más adelantada que la de Europa en el Renacimiento. Prácticamente, curaban todas sus enfermedades. Conocían anestesias muy eficaces que les permitían hacer trepanaciones craneales (con largos años de supervivencia) y hasta magníficas suturas intestinales.

Los españoles fueron trayendo a Europa no sólo cultivos desconocidos aquí, sino un gran número de medicinas que todavía se utilizan hoy con gran eficacia. Tanto es así que, en la actualidad, organizados por universidades norteamericanas, se celebran encuentros con los sanadores indígenas para tratar de incorporar a la medicina secretos que ellos aún tienen y que se muestran muy útiles, incluso en campos como la psiquiatría o la diabetes.

No digamos su arquitectura, cuyos monumentos emulan a los egipcios o sus misteriosas ciudades. A medida que se descubren y se conocen más, como ocurre con las incaicas, dejan boquiabiertos a los arqueólogos. Causan la misma maravilla que las ruinas de Creta.

Los poemas que nos han llegado traducidos por los primeros misioneros o por poetas más modernos como el nicaragüense Pablo Antonio Cuadra, nos descubren una finísima sensibilidad y una rica cultura.

La avanzada organización social –su cortesía, sus costumbres pacíficas, su folklore, su amor a la belleza–, así como sus complejísimos sistemas políticos, etc., hacen de esos pueblos un estadio muy avanzado aunque distinto, con personalidad propia, de la historia de la Humanidad.

Otra cosa era sus religiones; en su afán de relacionarse con Dios, o los dioses, de alcanzarles, de hacerlos propicios, inventaban como todos los pueblos del orbe, magias, raras cosmologías y teogonías. Los aztecas incluso creían que tenían que sacrificar a numerosísimos prisioneros enemigos, en la cumbre de sus altas pirámides. De ahí la necesidad de hacer razas guerreras en los pueblos vecinos (los toltecas, por ejemplo, que se aliaron con Cortés para que los librara de ese constante peligro).

La Evangelización detuvo estos ritos sangrantes y les mostró un Dios Amor que perdona y espera a todos.

Los muy excelentes profesores de la Universidad de Sevilla y otras explicaron a los congresistas «historias» interesantes del descubrimiento, cosas buenas y otras no tanto. Pero lo que flotó en el ambiente fue que, si esa historia hubiera sido diferente –mejor o peor– todo lo posteriormente acontecido en la historia de estos cinco siglos últimos hubiera sido también diferentes: los encuentros de la gente, los noviazgos… Ahora habrían en América y en Europa otros americanos y otros europeos. Ninguno de los que existimos, de los que tenemos la alegría de existir.

Si nuestros padres no se hubieran conocido por cualquier pequeña causa, ya hubiera bastado para que uno no existiera nunca jamás. ¡Cuánto más unos hechos históricos de envergadura que orientan toda la vida de esas gentes en un sentido u otro!

Algunos actos que los europeos cometieron en América, ciertamente fueron malos moralmente –ambiciones, despilfarros, guerras, malos tratos– y los que lo hicieron acaso sintieron remordimientos, o se arrepintieron y, sobre todo, todos hemos de procurar que no se repitan nunca y en ninguna parte esos daños. Pero lo que sucedió –que los actuales ni podemos cambiar ni tampoco sentirnos responsables– fue causa de un bien existencial de los que ahora vivimos en la Tierra. Ha sido una concausa necesaria para que hayamos nacido.

Ni americanos ni europeos tenemos por qué tener remordimientos de lo que aconteció. ¡No existíamos!

No tenemos, pues, por qué guardarnos ningún resentimiento unos con otros. Somos sólo responsables de nuestros actos. Sí; además, todos tenemos que estar contentos de que todo aquello sucediera, pues si no, no existiríamos.

Así, podemos darnos un fuerte y fraternal abrazo, los venidos de Oriente y de Occidente, para hacer juntos un mundo mejor para todos y para nuestros hijos.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
La Gaceta Regional, agosto de 1986.
El Dia, agosto de 1986.
El Adelantado de Segovia, septiembre de 1986.
El Excelsior de México, marzo de 1992.
El Ultima hora, octubre de 1992.

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