Hasta la fecha, han sido los turistas los que han logrado que fuera dirigido hacia ellos el mayor esfuerzo pastoral. Es el trabajador inmigrado, cercano a nosotros durante un mayor número de días, el que es más merecedor de nuestros desvelos y el que puede y debe dar los mejores frutos.

La presencia de los turistas –como se ha visto en varias ocasiones en A.S.– es buena, nos trae beneficios desde el punto de vista natural y sobrenatural también, gracias a ésta y dentro de una postura realista que sepa obviar los inconvenientes, podremos aceptar como verdadero regalo de Dios tanto las ventajas de índole económica, cultural, sociológica…, como los valores religiosos que también invaden nuestra geografía y quedan a disposición del que sepa valorarlos y no le sea desdoro servirse de ellos. Y la oportunidad de misionar a los que lo necesiten, otro don de Dios. A estas personas van dedicadas jornadas, congresos, semanas de estudio…, todo el potencial apostólico que con tanta generosidad la Iglesia dispone al servicio de los que buscan el reposo fuera de sus hogares. Pero en una pastoral de turismo no todo puede quedar reducido a la atención espiritual, individual o colectiva, de «las difíciles ovejas en vacaciones», como las llamaba Juan XXIII. La llegada masiva de extranjeros lleva consigo otro tipo de movimientos migratorios, no en busca de esparcimiento precisamente; con características propias merecedoras en sí mismas de toda atención.

Ante estas realidades humanas no se trata tan solo de encontrar una solución de compromiso, un apaño pensado en función del apostolado turístico; más bien vendrá éste por añadidura, con eficacia, gracias a no haber minimizado estos problemas que pueden fácilmente ser considerados como de segundo orden.

Pues bien, a una de estas cuestiones tan íntimamente relacionadas con la pastoral turística deseamos prestar ahora nuestra atención: a la persona del trabajador inmigrante en la zona de turismo, que acude en gran número, con sus virtudes y sus defectos, a los lugares que elige el visitante estival y cuya atención y cuidado merecen nuestro mayor vigor apostólico.

Ante aquellos que ganan el pan por medio de su trabajo en los ambientes turísticos se pueden adoptar dos posturas. Una de ellas, egoístamente tranquilizadora, consiste en contratar obreros, servicio, etcétera, sin más: los inmigrados aportan su trabajo y a cambio reciben un sueldo acaso acorde con la justicia o con la ley de la oferta y la demanda; pero cabe otra actitud y ésta conforme con la más elemental caridad cristiana, en la que una vez sentada la congrua remuneración por el trabajo efectuado, se les haga sentir nuestra gratitud, ya que sin estos obreros no sería posible una atención correcta a nuestros visitantes por tantos conceptos dignos de ella.

Y no sólo gratitud merecen, les debemos también reverencia puesto que vienen con el noble empeño de mejorar a sus familias siendo capaces de un esfuerzo realmente heroico; abandonan tierra, hogar, costumbres y modos de vida, amigos, parientes…, todo, en aras de una lícita promoción humana. Sin ahorrar esfuerzo debemos conseguir también su ascenso a niveles más altos de vida cristiana. Debemos mostrarnos agradecidos de que Dios envíe operarios celadores de los bienes que el turismo trae consigo. Si nos congratulamos con la llegada de las ovejas de allende las fronteras, que vienen a disfrutar con nosotros el sol y la alegría, si vemos en ellas almas que salvar y nos quemamos en el esfuerzo generoso de facilitarles los caminos de la luz, no olvidemos el grave deber de atender con toda nuestra energía a estos hermanos cristianos que, dentro del mundo que gira alrededor del turismo, deben ser objeto de las primicias de nuestro esfuerzo pastoral.

Ya en un nivel meramente humano parece incuestionable que no se puede permitir que sea un hecho corriente el siguiente, para poner un ejemplo: que los trabajadores de la construcción hagan su vida en barracones improvisados, o que en el caso de que deseen disfrutar de condiciones adecuadas de habitabilidad se vean obligados a pagar «precios de turista»; es muy lamentable y gracias a Dios cada vez más va manifestándose preocupación e interés en este sentido, pero no queda ahí todo, hay mucho más, tanto sacerdotes como laicos debemos dar el testimonio de que amamos con toda intensidad, ternura y sacrificio a esta masa de inmigrantes que constituyen nuestro prójimo más próximo. Deben sentirse mirados con ojos de caridad, cuidados, mimados. El cuidado a estos trabajadores debe ser una constante en nuestra actuación; ellos están más tiempo con nosotros y más cerca de nuestra potestad pastoral.

En tanto ellos estén atendidos así, será eficaz nuestro apostolado con el turista pasajero, y no más; solo tras la manifestación de nuestro cristiano afecto hacia el que trabaja al servicio del visitante, concretado en mil muestras, en múltiples realizaciones, creerán los turistas que somos sinceros cuando queramos apostolizarlos. Y ahí cabe la paráfrasis del pensamiento de San Juan: dices que tienes caridad con el turista que apenas conoces y no con el inmigrado que vive al lado tuyo… ¡hipócrita!

Y no son ovejas fáciles. Toda atención que se dedique a este apostolado debe procurar la superación de toda postura que conduzca a un optimismo infundado. Muchas veces los esfuerzos de personas de buena intención se han visto cortados en su desarrollo al topar con realidades descorazonadoras, al comprobar que si algún fruto prometía, era a largo plazo, demasiado largo; lo cual no debe ser causa de extrañeza, ya que estas personas, con su carga de nostalgias, tienen la tentación fácil de utilizar como broquel una pose de cinismo, más aparente que real, que sólo puede fundirse con nuestra actitud de servicio, manifestación de nuestra caridad.

La persona más hospitalaria es la que se ha mostrado como el apóstol de mayor eficacia; así lo han reconocido los turistas en muchas ocasiones, así lo atestiguan los ya no tan escasos convertidos en cuya raíz se puede encontrar casi siempre el calor sobrenatural de un encuentro con personas, con comunidades vibrantes de la paz y la alegría de Cristo, son personas que han recibido el testimonio tumbativo de un paraíso recuperado.

No se puede invitar a los vecinos sin tener arreglada la propia casa. Difícil y lento esfuerzo, pero de resultados seguros y duraderos. Éste es el gran ejemplo que nuestras iglesias pueden dar al apetito de espíritu de nuestros visitantes estivales.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Revista Apostolado sacerdotal, volumen XXI, número 224.

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