Este es el tema, me han dicho, de las páginas monográficas de este número de RE.
¡Gran tema! De total vigencia. Aún más: también me cuentan que el próximo número será dedicado a «la libertad». La libertad concreta y propia; la del ser humano, equidistante entre una libertad sin límites o un fatal determinismo.
Bien. Ya veremos qué nos escriben sobre ellos los distintos colaboradores de esta revista. Pero, sí que es cierto que esa otra importante temática del libre albedrío requiere que primero se trate el tema de ahora: las mutuas influencias, unas más dominantes que otras.
Es lógico. Al igual que antes de plantear lo que un enfermo podrá hacer cuando recupere la salud, lo más urgente e importante de momento, es curar sus dolencias.
Pues bien: influir o dejarse influir es como una enfermedad –nada leve– de la libertad.
A primera vista puede ser como un pulgón, incómodo para la planta pero, en apariencia, no mortal. Y sin embargo, puede irla carcomiendo y agotando irreversiblemente.
Toda influencia, metiéndose dentro de uno, rebaja nuestra plena libertad. Entonces, nuestras acciones no alcanzarán la categoría de actos humanos, pues éstos han de ser lúcidos y libres.
Hay, por supuesto, que definir bien que se entiende por influir. Es meter dentro de algo –que ya fluye desde su propio manantial–, otro fluir distinto que llega de otra fuente; o sea, que tiene para el sujeto que lo recibe un origen extrínseco. Si se mezclase en nosotros, esta otra corriente alienaría nuestra identidad y disminuiría la autenticidad de nuestra libertad. ¡Y cuántas veces, además, incluso la contaminan!
Todos tenemos que obrar de acuerdo con aquello que pensamos como bueno, hacerlo así constituye un doble ejemplo: primero, el de ser uno coherente entre el pensar y el obrar. Y luego el que «proponemos» –ponemos delante de los demás– un proyecto de vida, pero sin imponerlo, respetando la libertad del otro, para que pueda ser, a la vez, coherente consigo mismo. Mucho menos he de querer meterme, subrepticiamente o sublimemente, dentro de su propia voluntad. A lo más se puede aconsejar. Si el curso de mi vida es bueno, ya les convencerá de ello, ya lo asimilarán y lo harán suyo. Y podrán tener –si no les falla la voluntad por vicio o por inercia– una nueva actuación que será de nuevo coherente. Toda opción nuestra tiene unos límites –todo lo humano lo tiene–, y aquí el límite es el de respetar a los demás como yo deseo que me respeten.
¡Y cuántas gentes, por todos los medios, nos quieren manipular! Dentro mismo de las familias, unos miembros sobre otros. Todos queriendo que los demás piensen o hagan según nuestra voluntad, y casi siempre según nuestra conveniencia.
Esto mismo ocurre en todos los cuerpos intermedios de la sociedad. En el trabajo o en el mundo de la cultura; modas, partidos políticos… Nos engañan, nos sugestionan, nos encandilan. Todo medio les parece lícito y aceptable, si así nos influyen para sus respectivos objetivos e intereses. Todo esto se paga caro, pues, aunque no se den cuenta, ellos mismos a su vez son influidos por muchas reacciones de los mismos a quienes se quería influir. Incluso las escuelas son, frecuentemente, fábricas de ciudadanos del modelo que en cada momento los gobiernos creen mejor para sus proyectos.
El ocio, que tanto debería ser un «tiempo-isla» para obrar libremente por gusto o vocación, se ve invadido por una industria del ocio, que con su enorme propaganda, nos invade y nos doblega a sus caprichos o más o menos subterráneos negocios.
Viajes, deportes, espectáculos, muchas veces no están al servicio del hombre, sino que convertidas estas actividades en diosecillos que convierten en oro todo lo que tocan para sus amos, poniendo al hombre al servicio de las especulaciones de ellos. Muchos de los cuales en vez de atender limpiamente y servir las justas apetencias del hombre, las explotan egoísticamente inventando sin cesar otras, que imponen como necesidades para ser feliz.
¡Proporcionemos la salud a la libertad! Curémosla de los diversos virus de las influencias que la debilitan, que la robotizan. De tal modo que, aunque parezca que seguimos teniendo inteligencia, ésta es como lo que llaman «inteligencia artificial», es decir, programada por otros. Y secándonos, además, el corazón para darse y amar.
Algunos quieren influir quizás de buena fe, lo justifican a veces diciendo que lo hacen para nuestro bien… ¿Qué bien? Nunca se pueden utilizar medios malos para lograr un buen fin. Este sería, aún alcanzándolo, a costa de dejar uno de ser plenamente humano.
Influir sería como prostituir el bien, pues se ha prostituido primero –dominándola o recortándola– la misma libertad.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
Revista RE, en su tercera etapa, Nº 26.
El Excelsior de México, agosto de 1991.