Los Evangelios nos presentan un Jesús que permanece célibe, todo Él volcado a la predicación de la Buena Nueva de que Dios es Padre, nos ama, nos perdona y nos espera. Dedicado por entero a llamar a todos al Reino de Dios que Él viene a establecer ya en medio de este mundo, en medio y dentro de nosotros, como recibidor-antesala del Reino Eterno en los Cielos.

También parece fue célibe el Precursor —el más grande nacido de mujer como lo define Jesús—, Juan Bautista, que dio la vida por anunciar al que había de venir. Y, curioso, la Sagrada Familia, la familia ejemplar por antonomasia, nos la describe la Iglesia como desentendida de esa obligación tan firme entre los judíos de la época, de tener muchos hijos para poblar la tierra y dominarla según Dios había mandado a Adán y a Eva, o para tener más descendientes que las arenas del mar como Yhavé había prometido a Abraham.

Desde el misterio cristiano, una nueva dimensión se ha abierto en la actuación humana: la legitimidad y la validez de la virginidad, del celibato, no por egoísmo, comodidad u ofrenda victimaria a los ídolos sino, sencillamente, por el servicio en caridad a los demás, o sea por el Reino de los Cielos.

Cuando nace Jesús, allá en Belén, rechazado por parientes y posadas, se abre una nueva era. Él vino, nos dicen, en la plenitud de los tiempos. La humanidad había ya poblado y dominado, en efecto, toda la faz de la tierra. Incluso América con sus maravillosas y sorprendentes culturas incas y aztecas, aunque nosotros no supiéramos nada aún, de sus pirámides escalonadas, sus exactos calendarios, su arte, sus poemas.

El objetivo, pues, de multiplicarse el género humano hacía flexión para dejar paso a otra meta más grandiosa y difícil. Convocar a los existentes y a los que vinieran a la existencia, a la conversión y a que entren en este Reino de los Cielos. Es decir, engendrar a los que teniendo ya ser, han de ser hechos todavía nada menos que Hijos de Dios, como Jesús dice a Nicodemus. Hacer que nazcan de nuevo. Un renacimiento que es prenda de resurrección.

¡Qué hermoso pensar todo esto vosotros, miembros vivos de la «Compañía de la Virgen», junto al pesebre de la cercana Navidad! acompañadas de María y José, entibiado el aire por los buenos animales que mugen y relinchan, hecha campanas la noche por los Ángeles que cantan, y resplandor por la estrella que guía a la presencia del Salvador, cuyos lloros en la cueva, nos sonarán a dorados cascabeles.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Divulgació cultural, diciembre de 1983.

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