Quiso hablarme del primer punto de la Carta de la Paz. Era una persona muy competente. Claro, yo le escuché con mucha atención. Me dijo: «es evidente la “evidencia” que usted señala: los contemporáneos no somos responsables de lo malo (e incluso lo bueno) que ha acaecido en la Historia, por la sencilla razón de que nosotros, no existíamos. Pero, son realidades que, por su mismo brillo, con frecuencia hasta nos deslumbran y, por instinto y hasta por necesidad, cerramos los ojos a tanta luz. Nuestra inteligencia se maneja mejor a nivel de verdades, que no son exactamente lo mismo que las evidencias».

Este buen amigo continuó: «el planteamiento de las evidencias nos obligaría a esforzarnos en reducirlas y concretarlas a meras verdades. Y aquí es donde cabría preguntar, de hecho, si esas verdades sin aureolas ¿servirán de algo eficaz para mejorar y transformar el mundo?».

Sonriéndome continúo: «esas verdades estrujadas como de un racimo de evidencias, que alguna de ellas, por lo menos, lo han sido ya desde siglos, ¿lograron detener las guerras y los resentimientos y pequeños y grandes odios, ni evitar conflictos?».

Yo quedé un poco perplejo ante esta objeción que nadie me había insinuado antes.

Hay muchos pediatras que afirman que los niños, habituados a estar rodeados de líquido en el seno de su madre, no extrañarían estar al nacer también rodeados de un líquido templado. Después de un cierto tiempo, chapotearían y hasta encontrarían más fácil nadar que ponerse en pie y andar. Sólo ahora, en algunas clínicas, sumergen a la madre en una especie de bañera de agua estéril y tibia. Además, el niño nace menos traumatizado si no hay apenas luz, como tampoco ningún ruido metálico, ni quedando desnudo al aire para ser pesado. Y en cambio, cobijado por los brazos de su madre, seguiría escuchando de cerca los acostumbrados latidos del corazón de su madre mientras permanecía en su seno. Igualmente ocurre si le cortan demasiado pronto el cordón umbilical, aún antes de desprenderse la placenta, forzándole con urgencia a que respire exclusivamente por su cuenta, incluso provocándole alguna violencia para lograrlo.

Aunque parezca que no, todo este cúmulo de cosas, y no digamos a veces el no fácil tránsito hacia el exterior, repercuten en muchas actitudes subliminales en la propia vida de las personas.

Cada uno dentro del vientre de su madre tiene ya libertad, se mueve, se gira, incluso ¡ay! patalea. Oye en especial la resonancia del habla de su madre, también la música, y otras voces y ruidos. Y entrevé, difuso, algún suave resplandor.

Si los mayores se acordaran de los avatares sufridos en el parto, de muy otra manera tratarían a los recién nacidos.

¿Por qué he comentado lo expuesto en estos últimos párrafos? Los prejuicios, los hábitos, apriorismos producidos por nuestra razón, incluso médica, han ocasionado muchas deformaciones en la espontánea y real libertad del infante. Y no digamos la subsiguiente primera educación, que aunque con buena fe imparten al niño desde su nacimiento, en la familia, en las guarderías, etc., sobre el correcto crecimiento de su libertad progresivamente responsable y co-responsable. Debido todo ello a las costumbres, ideologías de los mayores, etc.

Cuándo al fin se educará para que límpidamente la libertad de los niños perciba las evidencias antes de que se les obligue a cernirlas con cedazos tan artificiales con frecuencia, como pueden ser ciertos esquemas racionales de las verdades, tan alterados éstos por sentimientos, corrientes de pesamiento y presiones de las diversas culturas.

Siendo sanamente libres, podremos engendrar sabiduría.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Revista RE, Época 4, Nº 37.

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