En el siglo XVIII, después incluso de siglos, se produjo la eclosión de la llamada “Ilustración”. Era ésta un salir por los fueros de la razón, frente a todos los oscurantismos, supersticiones, fundamentalismo y rémoras de falsas conclusiones de las ciencias hasta entonces, etc.

Todo este legado histórico había que filtrarlo por la lógica, la seria experimentación, y restantes instrumentos que la razón puede ofrecer.

Este deslumbramiento que provocó este nuevo enfoque derivó no siempre por buen cauce. Ante sus indudables éxitos cupo caer en la soberbia de la razón. Pasados unos años, en la Revolución Francesa, todos recuerdan que unos fanáticos de la razón introdujeron, solemne y gozosamente, sobre una gran bandeja, a una prostituta coronada de flores, rodeados de multitud, en la mismísima catedral de Notre Dame de París, como símbolo de la “diosa razón”.

La idolatría de la razón tiñó la Modernidad, fruto de la Ilustración, con el ejercicio supremo de ésta, sometiendo a su arbitrio la auténtica libertad y hasta el amor. Prometió a toda la gente que gracias a ella, y a los avances de las ciencias, reinaría un «progreso» llevando al mundo a una situación óptima.

Pasado más de un centenar de años, esas promesas se desplomaron: el mundo desembocó en las peores guerras de la Historia (Hiroshima, Nagasaki,… y todos los flecos que persisten de aquella conflagración). Se ha ido a parar a un mundo de las máximas diferencias entre ricos y pobres, entre primer y tercer y cuarto mundo esparcidos por todo el orbe. Y también se ha puesto en peligro grave la ecología de todo el planeta, incluso de su atmósfera y mares. Y teniendo incluso la mejor forma de gobierno, que es la democracia, ésta es endeble, con tantas enfermedades propias como señalan lúcidamente tantos pensadores y filósofos en la actualidad. Ha habido primero una sospecha nietzscheriana y luego un desencanto reciente en tantos tratadistas actuales.

Se ha dado, pues, por muerta la Modernidad. Desgraciadamente, muchos que habían adorado a la razón, ante este fracaso, la han tirado como a la basura, cayendo paradójicamente en lo más oscuro de horóscopos, nigromancias, o fe en pitonisas, incluso los mayores jefes de gobierno del mundo, al igual que antaño el mismo Hitler. Y no. Hay que rescatar la razón pues es una preclara gloria, insustituible utensilio de nuestro yo. Pero colocándola en su justo sitio.

Ahora, muchos ponen su esperanza en la “postmodernidad”. Nombre que, en sí, sólo significa un tiempo que adviene después de finiquitada la Modernidad, pero que no define en qué consiste esta nueva edad.

Naturalmente que es muy difícil ver los avatares del pensamiento desde los inicios de una nueva aventura. Pero en este artículo, yo desearía avisar para evitar duros escollos en el devenir de la nueva navegación.

Si mal fue la “idolatría de la razón”, peor sería, seguramente, pasar a la “idolatría del amor”, creyendo que por tratarse del amor, todo debería ser bueno, lo que se derivara de él. Que se podría construir así un mundo mejor, de mayor paz, y de gran equilibrio y armonía en todo.

Sutil visón falaz. Fácil es caer en un absolutismo del amor sin más. Una interpretación fuera de contexto de aquella agustiniana frase de «Ama y haz lo que quieras» O distorsionada teológicamente la afirmación de «Dios es amor». El amor es espiración de la libertad y de la inteligencia. O mejor dicho, de una libertad que es belleza –porque si hubiera algún resto de esclavitud no sería bella- y de la sabiduría. Por ello, el amor es libre y lúcido.

Esa visión del amor como un Cupido vendado de ojos y con flechas que dispara a tontas y a locas, es la peor caricatura del verdadero amor.

Por lo tanto, no se puede idolatrar el amor, pues antes y por encima tiene sus causas: libertad, sabiduría. Puestas estas últimas en su justo lugar, el amor, sin duda, es la mejor dirección convergente de ambas, pero no se pueden prescindir de sus causas. Por ello, libremos a la postmodernidad del grandísimo error que buscando la solución del futuro, cayera en la idolatría del amor sin fronteras, sin cauces y sin auténtica consistencia en su realidad.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Diario de Terrassa, febrero de 1996.
Reus Setmanal, febrero de 1996.
Crónica de Mataró, enero de 1996.
Listin Diario de Santo Domingo, junio de 1996.
Ancora, agosto de 1996.

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