La gente puede creer que si la humanidad no tuviera que ir vestida, ya sea por falta de frío o de calor, ya sea por una educación más natural como pasa en tantos pueblos de África y del mundo, no existiría la «moda». ¡Y ya lo creo que existiría! El ser humano, antes que el vestido, inventó el arte y la ornamentación por una sencilla razón estética y de jactancia.

El frío, el viento… eran otra cosa. Obligaban a inventar unas defensas, unos «vestidos», y la gente tuvo entonces un doble trabajo: adornar los cuerpos (plumas en la cabeza, brazaletes, collares, pendientes, tatuajes…) y adornar, además, las pieles y tejidos con que se defendían de los elementos. Incluso, con una creatividad maravillosa, supieron convertir los mismos vestidos en un adorno del cuerpo.

Hay un peligro: que esta actividad de la artesanía se vuelva loca de megalomanía y quiera someter el cuerpo a sus caprichos, como era el caso de los pies pequeños de las chinas, las cinturas de avispas de nuestras abuelas, o el barroquismo de los vestidos del siglo XVIII.

La moda del vestir ha de estar, pues, al servicio del cuerpo, de su salud y comodidad, y ¿por qué no?, también al de su normal erotismo. Ha de servir, asimismo a la decencia y la dignidad de la persona. El maniqueísmo que despreciaba el cuerpo, ha quedado atrás. El cuerpo y el espíritu son unos buenos y espléndidos componentes de la globalidad del ser humano.

La moda, como las flores, las nubes, la naturaleza toda, ha de ser también un estallido de belleza, de luz y de alegría.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
El Adelantado de Segovia, octubre de 1988.
El Escelsior de México, enero de 1991.

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