¡Cuántos miles y miles de años ha tenido que caminar la razón humana para que llegara a producir desde chispas con un pedernal hasta los modernos carburantes de las astronaves, a la energía atómica, la microelectrónica, a doblar los rayos de luz por fibras de cristal, a la ingeniería genética, la fotografía de átomos o perforar los espacios explorando las galaxias! Pero la razón, que es limitada porque es nuestra –como mi mano o mi oído– que como uno mismo es contingente, después de andar todo lo que puede con gozo y esfuerzo, se choca siempre con el misterio, más pronto o más tarde.
Con el misterio de las cosas, de los otros, y hasta del propio sujeto. El día 28 de enero, la razón tardó 70 segundos en tropezar con la frontera del misterio. Más de 200 millones de teleespectadores contemplamos, en directo, este breve recorrido. Las cámaras transmitieron las sonrisas de los astronautas al subir a la nave. Una mujer, maestra, tenía programado dar dos clases desde el espacio a sus alumnos… y a otros millones de alumnos que lo seríamos también en aquel momento.
Todo aquel complejo ingenio de la astronave –fruto de tantos ingenios geniales de grandes científicos–, empezó a elevarse dando el mismo espectáculo maravilloso que otras naves precedentes al ser lanzadas al espacio. Sin embargo, pronto algo parecía no ser semejante.
Los segundos, esta vez, no marchaban atrás sino adelante, se desgranaban por la emoción, como más de prisa. Y de pronto, la explosión, la desintegración del cohete y de la nave. Unas vidas habían llegado también de golpe al misterio. Luego, como una lluvia lenta, mansa, sobre tierras y océano, caía el polvo de ese gran artilugio desintegrado.
Algún día encontrarán la causa de este fallo. Hoy, eso es quizá un pequeño misterio de los que no son propiamente tales. Lo que impresionaba es que un extraordinario esfuerzo de la razón aplicada a la ciencia, en pocos segundos, alcanzaba sin pretenderlo, esa frontera del auténtico misterio, el de la vida, el del ser humano: la frontera misteriosa de la misma existencia de la razón.
Con más o menos esplendor, siempre ha sido así, desde que el hombre empezó a pensar y precisamente por eso, a ese ser le llamamos hombre.
Pero este trágico espectáculo del otro día, tiene unas dimensiones de grandeza, de alta cumbre de la razón, de contemplación gigantemente multitudinaria, que lo convierte en todo un símbolo magnificante, martirial, del abrazo inadjetivable de la razón y el misterio permanente.
Cabo Cañaveral –campos de cañas muy agudas– se nos ha metido como una lanza, muy dentro.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
Tretzevents, marzo de 1986
Diario de Sabadell, abril de 1986.
Crónica de Mataró, junio de 1986
Eco del Cidacos, agosto de 1986
La Montaña de San José, mayo-junio de 1994.
El Excelsior de México, agosto de 1994.