De Roma a Barcelona hay mil setecientos kilómetros. ¡Hay que rodear el Golfo de Rosas y el de León!

Por mar, es más corto. En línea recta (¿cómo se podrá trazar una línea recta en la superficie ondulada del mar?), hay unas 500 millas marítimas.

Pero por el tiempo esta distancia a veces es más larga. ¡A veces, incluso, está a casi dos milenios! es lo que ha tardado en venir Pedro a esta Iglesia de Barcelona. Muchos más años que kilómetros o millas…

Cierto que en el último siglo, los Papas estuvieron como confinados en su Ciudad Vaticano, último y breve residuo de sus Libres Estados Pontificios. Se comprende que en esa época no viajaran. Mas ¿cómo es posible que antes no hubiera venido ya algún Pontífice a visitar como Padre y Pastor, hermano y amigo, estas florecientes Iglesias hispánicas, ricas en Concilios y santos?

Nos cuentan que Juan Pablo II durante la preparación de su viaje a España, se quedó algo sorprendido al saber que él era, en efecto, el primer Papa que nos visitaba.

Es verdad que releyendo la Historia no son muchos los viajes que los obispos de Roma realizaron más allá de los límites naturales de la Península Itálica, gran parte de la cual muchas veces podían recorrer sin salir de sus propios Estados.

En algunas ocasiones tuvieron que emprender más largos periplos pero como prisioneros o forzados exilios. No es éste, sin embargo, el caso que tratamos.

No vale la objeción de que en las pasadas épocas los viajes no podían ser tan cómodos como en la actualidad. (¡Nada descansado lo ha sido para el Papa Woitila!). Los estudiantes y los Reyes cruzaban toda Europa en busca de los mejores Profesores o de las guerras que creyeran, como las Cruzadas, más nobles. Y mucho antes, dos Apóstoles –Santiago y Pablo– desde más lejos aún, ya vinieron a nuestras tierras en naves harto azarosas o a pie por las calzadas romanas…

Y no nos era un premio de consolación, como es de suponer, el que pasara por nuestros polvorientos caminos y morara cerca, en tierras valencianas, un Antipapa, aunque él creyera de buena fe, allí en su Peñíscola, que era el auténtico Papa.

Por fin, un realmente auténtico sucesor de Pedro, ha subido a la Montaña de Montserrat.

A los que peregrinaban a Roma se les llamaba «romeros». A este Papa se le puede decir que ha itinerado a Montserrat como «romero» no por ir a la ciudad llamada Eterna, sino por venir de ella y ser de ella la máxima expresión.

Ha rezado como un Mago venido de Oriente en unas fechas adelantadas –Noviembre en vez de Enero– en la gran Casa que la Sagrada Familia tiene en construcción en el corazón del Ensanche de Barcelona.

Ha ido luego a saludar a una Mártir reforzadora de los cimientos eclesiales de nuestra Comunidad, Santa Eulalia, en su cripta de la Catedral. Santa que es un verdadero grano de trigo hundido en el surco de nuestra Iglesia, que fructifica en ella años tras años, en generaciones de jóvenes cristianas que expanden su apostolado por todas las necesidades de los fieles de Barcelona y de muchos más allá, sin poner fronteras a sus ansias de más caridad y de ser portadoras de la Buena Nueva, del Evangelio.

Pedro, rudo pescador del mar de Galilea. Juan Pablo II, rudo minero en su Polonia natal. Ambos, afilada su cultura del espíritu y convertidos en heroicos sus sentimientos, en la recia piedra de Cristo y su Mensaje. Ambos, derramaron su sangre en confesión de su Fe. Después de estos casi dos mil años, Barcelona tuvo que esperar aún un año más, precisamente por eso: porque el Papa se desangraba por la herida de esos clavos de la época moderna que son las puntiagudas y veloces balas.

Juan Pablo, como Jesús antes y Pedro luego imitando a su Maestro, gustó comer con sus hermanos en el apostolado y sus discípulos. Lo hizo con el Padre y Pastor de nuestra Iglesia local el Cardenal Jubany y otros, en la intimidad del Cenáculo alto de la Casa solariega de los Obispos de Barcelona. Solar donde ya habitaron San Severo, San Olegario, ilustres obispos predecesores.

Juan Pablo II, no podía no hablar, en una tierra tan fabril, a sus apreciadísimos hermanos en el trabajo. Lo hizo lleno de amor, de conocimiento de los problemas, de comprensión de tantas urgidas esperanzas y compartiendo de modo afectivo y eminente sus dolores y angustias. Lo hizo desde el grandioso marco de la que fue la «Exposición Internacional de Barcelona» del año 29. Tenía detrás suyo el magnífico escenario de la Fuente cambiante y multicolor de Carlos Buhigas, funcionando. Y es que toda esa geografía esplendorosa de jardines, edificios y luz, era también el símbolo de la inmigración masiva a Barcelona de trabajadores de las otras esquinas de la Piel de Toro, que vinieron a ser los nuevos mineros de la época, excavando los túneles para el «Metropolitano Transversal» y los constructores del nuevo, entonces, cemento-armado de los Palacios que, a pesar de este reciente sistema, por fuera los seguían haciendo neoclásicos.

Levantándose, el Papa fue hacia el trabajador que le ofreció este acto del mundo obrero, y que no dejó de tener palabras realistas y duras, y lo abrazó fuertemente. Se comprendían. Todo un símbolo.

Por último, Juan Pablo II, en otro Templo de cemento armado, más reciente y a cara descubierta sin fachadas de falsos estilos ocultantes, celebró la Eucaristía sobre el mantel verde del banquete lúdico del Deporte. Él, también deportista de corazón; él, que nos ha enseñado estos días que el Domingo es para rezar especialmente al Señor, gozar en familia y expandir el cuerpo en el descanso y los ejercicios lúdicos compensadores, alegres y gratificantes. Esa Eucaristía en el «Camp Nou» multitudinaria, dominguera, seria y festiva a la vez, fue el verdadero Ágape que al caer la tarde, nos ofreció a todos presidido por su presencia, fundida en sus manos con la misma presencia de Cristo Jesús en la Elevación.

Como en Emaús, le decíamos: Quédate con nosotros. Como en Emaús, también el Papa desapareció pronto. Si hubiera habido más tiempo, si Juan Pablo no hubiera estado tan fatigado, si los Servicios de Orden lo hubieran permitido, y los organizadores no hubieran sido tan estrictos, muchos barceloneses le habríamos invitado, para su descanso, a dar un paseo tranquilo hacia la montaña. Es decir, hacia San José de la Montaña a visitar, él, un hombre, a otro: San José; como María, una mujer visitó a Santa Isabel. También el santo Patriarca entonaría una alborozada salutación al ver al vicario de su hijo, en su nueva y recoleta Capilla de la explanada. Juan Pablo, tan notorio devoto de María, tan proclamador de su grandeza, por ello mismo es con profundidad devoto y anunciador de la grandeza de este sumo Patriarca que gracias a Jesús, fue digno de ser llamado también en los Evangelios, Justo.

Deseamos para este mismo Papa en otro viaje, la distancia en años de Roma a San José de la Montaña sea de pocos lustros. O que para otro Pontífice que venga peregrino de la Fe y del Amor, no haya que añadir muchas décadas a esos largos dos milenios, de este presente, dulce, viaje apostólico.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
La Montaña de San José, enero-febrero de 1983.

 

Comparte esta publicación

Deja un comentario