Se comprende la postura apasionada de los pescadores españoles frente a la desmesura –fuera de toda ley internacional– de la pretendida justicia marítima de los franceses, que bombardearon a unos compañeros de afanes y faenas de aquéllos.

Se reaccionó incendiando camiones franceses; transportes que, aunque no eran barcas, sí contenían pescado francés.

Pero, ¿es eficaz la revancha destructora o enervante?, ¿o es semilla de nuevas violencias, por ambas partes?

Casi siempre, las grandes guerras empiezan por cosas nimias en apariencia; son como una cerilla que enciende peligrosísimas fogatas en un bosque. Hay que ir, pues, con cuidado para no provocar el incendio total, que siempre producirá mayores daños –a unos y a otros– que aquellos males que se quería vengar.

Puede haber, además, muchos poderes que se froten las manos al ver como se deterioran las relaciones entre Francia y España, sin que les importe el motivo. Saben que la «Euro-Europa» es como un conjunto de rocas, no siempre bien ensambladas del todo, y que, precisamente por ello, el agua de las frías relaciones entre las naciones que la componen puede inmiscuirse en sus rendijas y, si se llega a helar, las hará crujir y, acaso, desmoronarse.

Las prepotentes naciones actuales siempre verán con buenos ojos cualquier de-bilitamiento de Europa.

Por lo tanto, todo lo que sea agriar más las cosas por nuestra parte e impedir un franco diálogo –lleno de fortaleza, sí, pero un diálogo cordial, abierto– es un entreguismo de Europa entera a intereses foráneos, tanto de Oriente como del «Lejano Occidente».

Napoleón vino a España (como bien saben hasta los estudiantes de primaria), y esto nos costó muchas muertes, mucha destrucción y mucho expolio. Todo ello lamentabilísimo. Sin embargo, en toda Ética se dice que es lícito que uno se alegre de los frutos buenos de un mal. Si un terremoto, por ejemplo, que ha destruido casas, vidas, etc., hace surgir una fuente nueva y caudalosa, es posible –lamentando ¡cómo no! los males acarreados por el seísmo– alegrarse de esta agua inesperada y provechosa.

Así pues, tanto los franceses de hoy como los españoles de hoy, podemos alegrarnos del bien que se ha producido para nosotros de aquellos nefastos hechos de la invasión francesa. Este bien es el siguiente: que los franceses de hoy y los españoles de hoy que vivimos en nuestros respectivos países, existimos realmente.

Si Napoleón no hubiera venido a España, la historia de ambas naciones habría sido diferente. Distintos los encuentros de las personas, los enamoramientos, los engendramientos…

Hoy, estas naciones estarían pobladas de otros franceses y de otros españoles; pero ni nosotros, ni nuestros padres, ni siquiera nuestros abuelos, etc., habríamos nacido. Además, el nacer así precisamente nosotros en vez de otros, no es ninguna injusticia para estos «otros» posibles, ya que éstos ni existían ni han existido nunca. Luego, si tanto los españoles como los franceses presentes nos hemos de alegrar de que la historia haya sido como exactamente fue –gracias a lo cual, repito, hemos nacido– y, además, ni los hispanos de hoy ni los galos de hoy, tenemos ninguna culpa de aquellos acontecimientos –sencillamente porque aún no existíamos–, ¿por qué no intentamos, gozosamente y sin trasnochados resentimientos, ser amigos que colaboren juntos para el bien mutuo y de las propias naciones? Esto podría repercutir, incluso, en bien de las demás.

Lo que no hay que hacer en absoluto, conducidos por recelos respecto al pasado, es repetir las mismas violencias y errores que criticamos en la Historia.

Ese principio de Realismo Existencial: «Si el pasado no hubiese sido como fue, no existiríamos» y el ver que, para cada uno, existir es su más fundamental bien, iluminan mucho ambas cosas para encontrar la postura correcta en el presente, de cara a un futuro más justo y gratificante para todos.

Aún humeante el cañonazo del buque de guerra contra los marineros hispanos, el ministro francés de Asuntos Exteriores se entrevistaba con nuestro –entonces– presidente Felipe González. Ojalá que también alrededor de una mesa, aunque fuera en un azacaneado «bistrot» y con unos vasos de vino ya de Rioja ya de Borgoña, se pudieran hablar con sinceridad los ultrajados pescadores y las autoridades francesas y españolas deseando ser verdaderos amigos, ya que todos tienen algo, muy fundamental, en común: la sorpresa y el placer de existir, cuando hace no muchos años, no habían ni nacido y podían, incluso, no haber existido nunca.

Sobre esta plataforma común de humildad ontológica, es como mejor todos pueden pensar, no cómo destruir precisamente este sorprendente existir, sino cómo convivirlo, solidariamente, mejor, en adelante.

Artículo redactado para el Ámbito de Investigación y Difusión María Corral.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
El Adelantado de Segovia, mayo de 1990.
Listin Diario, junio de 1990
Poble Andorrà, mayo de 1990.
Listín Diario, junio 1990.
El Brogit, febrero de 1991.
Revista de Badalona, mayo de 1991.

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