Dar cuerda al reloj, durante gran parte de mi existencia, ha sido un acto más de la peripecia vital cotidiana, como desayunar, vestirse, o tocar el timbre al ir a visitar a mis amigos.

Era un acto mecánico casi de mí mismo, el girar la manecilla del reloj de pulsera o, con aquella especie de llave chata de hueco cuadrado, almacenarle tiempo al reloj de pared de sonoras y solemnes campanadas.

Ya había pasado la época de los altos relojes de cajas muy bellas de los bisabuelos, que funcionaban a base de pesas. Estaban por los rincones –elegantes piezas de museo pero ya de herrumbrosa maquinaria– señalando siempre la misma hora, misteriosa por ser ya muy lejano el instante en que dejaron de funcionar.

A un punto y hora todo cambió. Primero, relojes automáticos. Alguna vez, también, éstos se paraban porque uno los olvidaba demasiado tiempo en la mesita de noche y había que reanimarlos con la clásica ruedecita.

Luego, los de cuarzo. Estos no dan sosiego ni paz. Aunque nosotros nos paremos, siguen, siguen implacables su ritmo sostenido por las incansables vibraciones de sus átomos, movimientos tan imprevisibles y a la vez, paradójicamente, ¡tan exactos en su conjunto!

Dan la sensación estos modernos relojes sin esfera que uno se morirá y ellos, indiferentes, seguirán impávidos hacia delante, roturando infinitos minutos durante siglos, cuando estamos ya en la eternidad sin tiempo. ¡Qué trabajo tan inútil, pues, el suyo!

Hoy me han regalado un reloj despertador para viajes, liviano, de petaca. Es de cuerda. Una sola, tanto para hacer marchar las manecillas como para promover el alegre sonido matutino que semeja, afortunadamente, unas campanillas y no una chicharra.

¡Qué placer tenerle! Me obliga a tratarlo con cariño el saber que su vivo tic-tac depende de que yo no me olvide de alimentarlo.

Por otra parte, por las noches al acostarme, cuando le tengo entre mis manos, es como si la esquemática esfera fuera un espejo donde yo pudiera consultarme: ¿Deseo seguir viviendo aún?, ¿Me hace todavía ilusión algo?, ¿Siento palpitante la curiosidad por las cosas…?, ¿Amo?, ¿Puedo hacer un bien aún a alguien?

Y, pausadamente, como acariciándolo, voy dándole cuerda. Gesto que es, en efecto, una respuesta: aún sí. ¡Ánimo! Caminemos juntos… Vela mi sueño, reloj amigo de cuerda.

¡Y despiértame todavía!

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Diario de Ávila, agosto 1987
El Adelantado de Segovia, agosto 1987
Diario de Sabadell, septiembre 1987
El Sur de Chile, octubre 1987
Som-hi, octubre 1987
La Montaña de San José, noviembre 1987
Ecos del Cidacos, noviembre 1987
Hora Nova, noviembre 1987
Revista de Badalona, marzo de 1988
Cronica de la vida d’Esplugas, enero de 1991

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