Si en un castillo de naipes derrumbamos uno de los lados, casi simultáneamente se derrumba el otro. Europa, desde Yalta, se había convertido en un difícilmente equilibrado castillo de la barajas de naciones. Se contrarrestaban los respectivos frentes fríos o algo cálidos; se oponía la Otan al Pacto de Varsovia, el Comecon al Mercado Común. Manteniendo un pulso, se sostenían mutuamente. No sólo los países del Este.

Cuando hace quinientos años, el Viejo Mundo descubrió que había un continente interpuesto al otro lado del tenebroso Atlántico, muchos en Europa durante bastante tiempo siguieron por inercia su vida medieval. Sin embargo, el Medioevo había acabado. Una nueva era empezaba. Ese encuentro de dos mundos no sólo convulsionó las tierras de América, sino que trastornó a toda Europa. Surgió un nuevo concepto de los Estados, una nueva estructuración de la economía, un trastrocamiento de las costumbres; avanzaron las ciencias y los sueños. En efecto, se gestaba un mundo nuevo en ambos continentes ribereños.

Igualmente en estos momentos, de un modo analógico, los «occidentales» podemos seguir viviendo como hasta ahora, como si nada hubiera ocurrido; o lo sucedido no tuviese que afectarnos. ¡Qué ilusos! Nada en Occidente será tampoco igual que antes.

Cayeron los sistemas marxistas, cierto. Pero aunque no lo percibamos aún, están dando su canto de cisne las democracias al presente estilo.

Unos y otros modos políticos tienen que dar un salto cualitativo hacia un tipo de democracia nueva. Los del Este, aún sin saberlo, no suspiran tanto por nuestros sistemas occidentales, tantas veces tan desfigurados (¡como que han abierto la tremenda brecha Norte-Sur!), sino que ansían una democracia más perfecta que, por supuesto, no son capaces de definir, pero que en sus corazones la vislumbran en su ensoñación.

¿Seremos capaces, juntos unos y otros, de crear una nueva era mejor en la historia?

Las democracias, hasta ahora, han sido unas «sutiles dictaduras de la mayoría» Había una hipocresía en Grecia al decir que gobernaban democráticamente las ciudades. Sólo lo hacía la elite de los hombres libres, sobre una base ingente de innumerables esclavos sin ni siquiera voz. La Democracia es hoy, como se ha dicho tantas veces, quizá la solución menos mala, pero sigue siendo una críptica imposición de unos a los otros. Por otra parte tampoco los gobernantes pueden tener éxito en su gestión, porque ya se encargarán las respectivas oposiciones de que fracasen, tarde o temprano, y cuanto más temprano, mejor. Propician una agotadora y continua lucha por la hegemonía en el terreno ideológico, político, económico, etc. Siguen alimentando la paranoia del poder.

¿Cuál podría ser el nuevo estilo de la democracia? Conseguir, con un gobierno conjunto, que cada ciudadano no sólo pueda pensar y expresar de acuerdo con sus ideas, amén de hacer prosélitos para ver si algún día, creciendo el número, consigue el gobierno e imponer sus criterios para regir la vida incluso de los otros, de todos.

Sino que, por el contrario, cada ciudadano además de pensar y expresarse, pueda vivir su única vida en este mundo, con toda libertad, coherentemente con su modo de pensar. Únicamente habría que exigirle que respete la libertad de los demás. No cabe duda de que ello plantea muchos problemas de cómo pueda conseguirse esta coexistencia, no sólo a nivel de Estados o de las familias como venía ocurriendo más o menos hasta ahora, sino que dentro de un mismo Estado o nación o comunidad, se admita la pluralidad de sistemas.

Este es el reto que la coyuntura presente propone a los hombres que, pensando y mandando, dirigen la sociedad. No es ciertamente cosa de un día. Pero ojalá que no desaprovechen la ocasión y acierten.

¿Cómo se llamaría a esa nueva era mundial de paz, respeto, armonía y jugosa libertad personal?

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Las Últimas Noticias de Chile, abril de 1992.
La Época, abril de 1992.

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