Leo la noticia de que en el puesto de Correos de un pueblo pequeño pero industrial, tienen desde hace meses atascadas unas cinco mil cartas por falta de personal suficiente para el adecuado reparto.

Todos tenemos experiencia de lo imprevisible que resulta saber cuando llegará a su destino una carta que echamos esperanzados a un buzón.

No es de ahora, por lo visto, esta incertidumbre. Hace pocos días, un periódico publicaba unas cartas de Jean Cocteau enviadas a unos amigos suyos franceses entre los años 30 y los 60. Una de ellas estaba escrita desde un pueblo de la costa de Málaga donde ese famoso escritor, pintor y hasta compositor se impregnaba de sol y de sal marina. Decía que había tardado mucho en recibir una esperada misiva de esos amigos por «el increíble desorden del servicio de correos español».

Cabe preguntarse: ¿Estas deficiencias crónicas son por las huelgas que de tanto en tanto hay en este sector? ¿O será por el indolente temperamento de algunos españoles o de la burocracia en conjunto?, ¿O por técnicas anticuadas de esa Institución Correo-Telegráfica? ¿O…?

Yo creo que esta noche, medio en sueños, he encontrado la explicación: ¿Cómo van a llegar deprisa las cartas, si aquello que les da salvoconducto oficial, vigencia y alas, queda destruido? Me refiero, claro está, a los sellos.

Lo primero que hacen con ellos en Correos es desvitalizarlos, dejarlos exánimes; creo que ahora con metálica, enérgica y machacona saña. Es el mazazo –del que pocas cartas se libran– del «matasellos». Con sólo cadáveres de sellos, ¿qué cabe esperar?

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Diari de Girona, julio de 1987.

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