Tuve interés en ir a visitar en el norte de Londres, la tumba de Carlos Marx. Se entra en el cementerio por una estrecha calle que parte de un antiguo pueblo con casas del siglo XVIII y aún más antiguas; en una de ellas vivía hasta hace poco, el gran violinista judío Jehudi Menuhin. Pueblo que hoy ya está englobado en el nuevo Londres. Por el otro extremo, esa callejuela termina en unos nuevos barrios residenciales, incluso con algunos edificios de apartamentos, pero que unos y otros siguen queriendo copiar un aire victoriano. Estamos junto al parque de Hamsters. En ese barrio vive también el gran sociólogo catalán y buen amigo, Salvador Giner, y Montserrat su esposa, gran artista de modernos tapices.

Con gran frecuencia hay autocares repletos de ciudadanos chinos que «peregrinan» a esa sencilla tumba de Marx en la que está acompañado de su esposa e hija.

Hay una gran cabeza del filósofo-economista esculpida con vigor en piedra, sobre un recio y chato monolito.

Mucho se ha escrito en este reciente centenario de Marx. Mucho se escribirá todavía. Pero no es esto de lo que quería hablar hoy, sino que en esta calleja frente a este cementerio del siglo pasado, hay una pequeña plazoleta con la entrada del otro cementerio más antiguo. Tiene unas grandes verjas y unas grandes puertas de hierro, bastante despintadas y sobre ellas, en el frontispicio, se lee «London Cementery».

Me explican que este viejo cementerio, agreste por las plantas crecidas a su aire por doquier, sólo lo permiten visitar al público una vez al año. Ese día van muchísimas personas a verlo. Seguro que si estuviera abierto permanentemente al público iría bien poca gente a visitar un lugar tan tétrico, enmohecido y descuidado.

Pero al poder visitarlo tan sólo un determinado día del año, hace de ese recinto algo de ordinario inalcanzable, algo misterioso e importante.

Los reinos de este mundo son así, ponen dificultades para conseguir las cosas más triviales y así logran que las sobre-valoremos artificialmente ¡lo que hay que pagar incluso para poder beber, embotellada, un vaso de agua pura y fresca! Todo se rodea de exclusivismo y de misterio. Una boîte ha de tener puertas que no transparenten el interior. Tiene que haber oscuridad suficiente para hacer del antro algo mistérico; sus luces multicolores y cambiantes más que para alumbrar sirven para desalumbrar lo apenas iluminado por un momento.

En Navidad, en cambio, la noche, siendo noche se ilumina; le basta una sola especial estrella de cola fugaz. Y el misterio deja de estar escondido para hacerse cotidianidad y las naciones dejan de ser naciones para convertirse en humanidad. Y el agua clara del amor la tenemos sin fin manando para todos de nuestro propio corazón. Ese reino está abierto siempre todos los días y noches del año. Y es lugar de vida. Nunca el amor está muerto.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
La Vanguardia, enero 1984.
El Sonorense, junio de 1984.

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