Mt 5, 1-12

Estamos frente a una página del Evangelio en la que todo el mundo se ha detenido con sorpresa y emocionadamente. Han visto en esta página algo verdaderamente nuevo, fresco, lleno de rocío del mensaje de Jesús, muy distinto a lo que se decía en general en el Viejo Testamento, en la predicación de muchos profetas, y sobre todo, más aún, en la predicación de aquellos escribas y fariseos en tiempos de Jesús. Realmente si a todos nos sorprende, sorprendería también, y mucho, a los oyentes directos de Jesús, aquella muchedumbre reunida en torno a Él .

“Al ver Jesús el gentío -nos dice el Evangelio- subió a la montaña. Se sentó y se le acercaron los discípulos. Él tomó la palabra y se puso a enseñarles así.” Es muy posible que ese gentío no estuviera en la montaña sino que estuvieran al borde de ella, en lo llano, en el valle. Si Él la subió un poco unos metros fue precisamente para que, desde allí, rodeado de sus discípulos, le pudieran oír mejor, le pudieran. Era un gentío heterogéneo, abigarrado,  más bien  de gente sufriente y pobre, aunque hubiera por allí también mezclado alguno de esos fariseos o levitas que siempre le iban espiando para ver que decía para poder así tener pruebas contra Él mismo. A esta gente sufriente Jesús dice estas cosas tan breves, tan hermosas, tan hondas, tan llenas de sentido y tan llenas de mensaje. 

“Dichosos los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de Dios.” No solamente es un sentido de pobreza de tipo económico. Mucha gente, porque tiene algo de riqueza económica se olvidan de que, a pesar de todo, son pobres; pobres sencillamente porque no somos Dios. Mucha gente cree que porque existe, porque vive, porque tiene unos bienes, es como un semidiós que tiene potestad, que puede hacer y deshacer, como si fuera inmortal. En otra parte del Evangelio se ríe de ellos: ellos hacen mil planes, tienen el granero lleno, y no saben que a lo mejor esa noche se mueren. La muerte, la limitación de la vida, ésa es la auténtica pobreza que tiene todo ser humano sencillamente porque no es Dios; ésa es la pobreza radical del hombre, que es una criatura. Todos somos pobres. Precisamente la humildad está en saber que somos pobres, que podemos muy poca cosa, que nuestro poder es muy limitado en saber, en sabiduría, en proyectar y realizar. Realmente somos muy limitados. 

Si nos vieran en un telescopio desde muy lejos, un astro, una galaxia que estuviera habitada, dirían: mira, seres humanos. No distinguirían mucho a unos de otros, como nosotros no distinguimos una hormiguita de otra de todas las que caminan en un hormiguero; nacemos, vivimos en un tiempo, nos movemos, proyectamos, soñamos, nos disgustamos a veces estamos contentos, nos morimos… ¡qué poca diferencia hay entre la gente! A estas cosas que a veces damos tanta importancia, que nos hacen parecer tan diferentes a unos de otros, ¡qué poca cosa somos! Somos como las florecillas del campo o el heno que hoy es y mañana no. ¡Qué iguales somos y qué iguales en nuestra común pobreza de ser criaturas!

 Esta humildad es saber que somos pobres, saber exactamente lo que somos, saber la verdad de lo que somos; ésa es la humildad, la humildad es la verdad, y reconocer que somos pobres es lo que nos hace nuestro, como dice Jesús, el Reino de los Cielos. El que ha llegado aquí, a reconocer humildemente esta pobreza humana, está ya maravillosamente a punto de gozar del Reino de los Cielos aquí, que es el preámbulo o antesala del Reino de los Cielos en el Cielo. Ningún soberbio, ningún orgulloso, ningún engañado a sí mismo, haciéndose creer que es otra cosa de la pobre cosa que es, entrará en el Reino de los Cielos. Si no nos hacemos pequeñitos, pequeñuelos, no entraremos en el Reino de los Cielos. 

“Dichosos los afligidos, porque serán consolados”. Ser consolado, significa ser acompañado con amor, con ternura. Suelo, con-suelo, significa eso: que uno no está solo, que en el suelo que uno pisa, ese suelo está convivido por otros que están cerca de mí en la misma losa donde yo estoy, en el mismo suelo, en la misma habitación, en la misma casa. Ser consolado significa no estar solo. La tragedia mayor de una persona, ¡qué duda cabe es la soledad! Cuando una persona dice: estoy solo, y a nadie le importa que yo exista; si vivo como si muero, nadie se alterará por ello. Ni una persona en el universo se preocupará de este asunto, soy absolutamente indiferente a todo el mundo. Ésa es la tragedia mayor: la soledad. Entonces no tener esa tragedia porque estoy con otra persona, estoy consolado, es decir, otras personas viven junto a mí pendientes de mí, amorosamente unidos a mí, en un mutuo servicio: estamos consolados ¡Eso es tal alegría y es tal tesoro! 

Como todo lo que vale en este mundo cuesta a veces conseguirlo, bien vale la pena sufrir para así poder ser consolado. Bienaventurados los que sufren algo porque ellos serán consolados. Los que se creen que no sufren nada, es decir, los que se creen que se bastan totalmente a sí mismos, que no necesitan de nadie, que ellos son felices cuanto más solos están, ¡Dios mío, qué solos se van a quedar al final! Ésos no estarán consolados, porque no muestran este sufrimiento de sentirse solos. Y entonces, el que sufre algo de soledad, bendito sea Dios, porque entonces será consolado.

“Dichosos los no violentos, porque heredarán la tierra”. ¡Dios mío, cómo la gente no lee y no relee esta bienaventuranza! Ver que no es por la violencia como poseerá ese pedazo de tierra necesaria para vivir, ese territorio para estar felices con lo demás y este espacio para edificar una sociedad hermosa. No es con la violencia. Algunos se despedazan unos a otros, pierden el sosiego interior, y si lo conquistan, pronto vendrán otros que se lo conquistarán a ellos. ¡Sólo es por la paz! ¡Qué profecía franciscana hace aquí san Francisco, quien como bien entendió la violencia, dejó sus armas, sus caballos, su ejército para dedicarse a ser misionero de la paz! Tanto, que la pone en su lema de la orden que funda: ¡paz y bien! ¡Cómo no lo entenderá la gente todavía! Dichos los no violentos, porque heredarán la tierra.

“Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. Aquellas personas que tiene hambre y sed de justicia, no tanto por lo injustamente que la sociedad les trata sino, sobre todo, porque tienen hambre y sed de justicia para que esta justicia brille y sea el fundamento maravilloso de toda la sociedad. Tienen hambre y sed de que la justicia reine verdaderamente en este mundo. Pero, es inútil la justicia si no está fundamentada en el amor. Es imposible. Porque si no hay amor, hay unos egoísmos atroces y entonces explotarán unos a otros, no habrá justicia, cada uno manipulará la justicia a su modo y para su propio bien. Solamente cuando hay un amor como el que Cristo nos manda, un amor mutuo como el que Dios nos tiene, es cuando entonces podrá edificarse sobre terreno firme la justicia. Por eso, con aquéllos que tiene hambre y sed de justicia, ¿qué ocurrirá? Como tienen este recto sentimiento, serán saciados, porque Dios les va a dar a ellos más que la justicia, les va a dar su propio amor; serán saciados porque recibirán el amor de Dios y en este terreno es como podrá florecer la justicia.

“Dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”. Es decir, dichosos aquéllos que han entendido el padrenuestro, aquella perícopa del padrenuestro que dice: perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y nos da el secreto de ser omnipotentes como Él en lo bueno: que yo puedo lograr que Dios me perdone. Yo, nada menos que una pobre criatura, puedo obligar a Dios, el Omnipotente, que haga lo que yo quiero; basta que yo perdone a los demás para obligar a Dios a que me perdone a mí. Esta regla del tres por cuatro tan sencilla, ¿cómo la gente no la entiende? Esto se puede aplicar a todo: si yo quiero alcanzar misericordia de Dios, de los demás, es sencillo: yo trato con misericordia a los otros.

“Dichosos los sinceros de corazón, porque verán a Dios”. Cuántas veces las personas tienen como un instinto para rastrear a Dios. Los animales tienen un instinto para buscar las hierbas medicinales cuando se ponen malos pero al hombre, que es razonable, se le sube la soberbia a la cabeza con eso de tener razón e inteligencia. Quiere buscar a Dios por los caminos del pensamiento, de los silogismos, de las filosofías, de las teodiceas y, a fuerza de investigar, ha perdido (como los hombres de la ciudad) el instinto de saber distinguir qué hierbas nos van bien para cuidar nuestra salud. A fuerza de investigar sobre Dios, hemos perdido nuestro instinto de saber ver a Dios tan cerca de cada acontecimiento o de cada belleza que el universo nos ofrece. Hemos perdido ese instinto de Dios. Solamente hemos de lavar otra vez nuestra cabeza de soberbias y orgullos para volver a recuperar la sinceridad del corazón. Entonces, con el corazón limpio, ¡oh que fácil verle!, podemos tener la alegría otra vez de ver a Dios transparentemente. El universo se nos hace transparente para intuir y tocarle. 

“Dichosos los que trabajan por la paz, porque se llamarán hijos de Dios”. No solamente los no violentos, sino aquellos que, además, trabajan (con todo lo que tiene ese verbo de esfuerzo, de perseverancia, de esfuerzo continuo) para la paz, para lograr que incluso los violentos dejen de ser violentos. Ellos no sólo verán el Reino de los Cielos, más todavía, serán llamados hijos de Dios, porque Dios es la Paz y la Fiesta.

“Dichosos los perseguidos por su fidelidad, porque suyo es el Reino de los Cielos. Fijaos que antes ha dicho que heredarán la tierra los no violentos y que verán a Dios. Ahora serán llamados hijos de Dios los que, además, sufran persecución por los que no entienden eso y sean fieles hasta el final. Todavía más, no sólo serán llamados hijos de Dios, serán dueños del Reino de Dios, será suyo el Reino de Dios.

Maravilloso sermón de las Bienaventuranzas que nunca agotaríamos su comentario.  Sermón que inspiraría a san Francisco esa imitación gozosa y también a los hombres que iban detrás de él. Creo que san Francisco encontraría en esta página del Evangelio su más alta inspiración para llegar a ser lo que fue. Ojalá que de la mano de san Francisco nosotros también sepamos encontrar en ello un estímulo para nuestra sanidad. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del martes, 31 de agosto de 1982 en La Herradura. Granada 
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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