Jn 6, 1 – 45

En el aniversario de una promoción de abogados, el nuevo sacerdocio: ser señor de la casa.

(Al comienzo se escucha una música interpretada con un solo de contrabajo; gloria, gloria, aleluya )

Esta maravillosa música que hemos oído y que yo sé muy bien que seguiremos oyendo en diversos momentos de la misa, es un signo muy hermoso. Yo diría que es como si estas celebraciones eucarísticas (de hace tantos años) que ustedes están realizando con una perseverancia tan hermosa por parte de ustedes tuvieran un premio. Teresa (Argermí) me dijo el otro día que este año son siete los que han hecho el tránsito de este reino de los cielos aquí al Reino de los Cielos allá. Quizá por eso son ustedes este año unos pocos menos. Pero también yo diría unos pocos más que están ya gozando de la visita del señor, de su misericordia. Pues seguro que Él ha acogido a todos viendo tantas obras buenas que han hecho a tanta gente con su profesión.

Yo diría que este número creciente de sus compañeros que han celebrado los 50 años, me parece – Teresa, al menos, debe de estar colegiada, ¿verdad? – es un gozo por este largo ejercer esta profesión pues muchos están ya con el Señor. Yo diría que tener música aquí hoy me suena como un regalo desde el Cielo para subrayar que realmente reunirnos alrededor del altar es estar en el Cielo ya aquí en la tierra. ¡Qué maravilla oír esta música en estos momentos! Yo se lo agradezco mucho a este colega de ustedes movido por el Espíritu Santo porque lo podría haber hecho otros años y no lo ha hecho. Así pues, este año recibidlo como un mensaje de alegría de parte de Dios.

Acabáis de oír el Evangelio que he leído. ¡Qué hermosa página! Jesús, allí en el lago de Tiberíades con sus discípulos – no eran más que ustedes los discípulos, de manera que no son ustedes tan pocos sino como los discípulos que tuvo Jesús -. ¡Qué hermoso número! Y si faltaba uno, está llegando ahora. De manera que verdaderamente ahora hay el número de los discípulos de Jesús. Estaba rodeado de multitud de gente. También ustedes están aquí, pero cuánta gente está alrededor de ustedes, que depende de ustedes: la familia, los amigos, todos los clientes y todas las personas que de alguna manera, misteriosamente, están aquí con ustedes porque ustedes los han llevado en su corazón.

¡Cuánta gente hay alrededor de Jesús!

Y Jesús le dice a Felipe que la gente tiene hambre, que qué van a hacer… Y vemos aquí una virtud de Jesús de preocupación por ellos; es sitio en el que había mucha hierba y él hace que se sienten en la hierba, no en la dura piedra arisca; en la hierba se está bien, se está cómodo. Les dan pan y peces a todos.

Y otro párrafo interesante es que después dice que no se estropee nada. Tiene cuidado de que las cosas se aprovechen.

¿Por qué subrayo esto? Yo soy sacerdote y ustedes, análogamente, por el sacramento del Bautismo también participan de este sacerdocio de Cristo por el Bautismo. Yo soy presbitero y ustedes por la edad también, porque presbitero quiere decir “anciano, hombre lleno de sabiduría”. Cuándo se ordenan curas jóvenes pasa como en el ejército. El valor, la sabiduría, la experiencia, el estar sosegados para aguantar las cosas, el tener desapasionamiento para dar un buen consejo, se les supone. Es de esperar que con la ayuda del Espíritu Santo lo tengan y se les nombre ya ancianos aun en su juventud. Pero nosotros somos auténticos ancianos senadores, somos senadores para la gente.

Pues bien, sacerdocio, esta palabra, aunque no nos damos cuenta, está cargada de una historia muy larga. Ya miles de años antes de Cristo, en los esfuerzos de los hombres por relacionarse con este Ser que intuían en algún momento – en su intento de adoración, de aplacar esas fuerzas-, esos dioses que veían en los espíritus de la vida, de los árboles y de las cosas, despuntaban unos hombres. Estaban allí para que inventaran, con su sabiduría o su mayor cultura, maneras para relacionarse con ese Dios misterioso invisible, aplacarlo –les parecía a veces terrible en sus manifestaciones – y congraciarse con Él quién sabe cómo. Allí los sacerdotes, por una parte, trataban de impresionar a la gente con sus vestimentas, sus ritos y sus liturgias, para que tuvieran confianza. Incluso para impresionar a Dios, para que a esos dioses les tomara un poco en cuenta. Por otra parte, no sabían que hacer para aplacarles y les sacrificaban lo que para ellos podía ser más querido – incluso los hijos, las vírgenes tirándolas por un volcán- para sustituir esos remordimientos, esas culpas de haber obrado mal que todo hombre siente en su conciencia. Entonces, sustituían el sacrificio de uno con animales. El sacerdocio era saber empuñar un puñal fuertemente para degollar un toro, saberlo partir en pedazos y quemarlo.

En la Biblia dice Dios: “Estoy harto de sacrificios”. Se guiaban sólo por la Ley, no por la misericordia. Todos estos atributos históricos del sacerdote pesan un poco sobre nosotros, nos tiñen la manera de ser sacerdotes de Cristo, a veces . Cristo, todo lo contrario. Cristo no es levita, es de otra manera. Él no vino a impresionar a nadie; Él nació en Belén, ¡lo más sencillo!, y hecho niño. ¡a quién puede importar esto! Muere desnudo en la Cruz como un criminal frustrado, ¡a quién puede importar esto!

Impresiona de otra manera: viviendo la humildad de la Encarnación, viendo que por amor uno da todo, hasta la vida. Luego, cuando se reúne con sus discípulos en la última Cena o, como vemos en esta página -se preocupa de dar de comer a estos que tienen hambre-, el amor hace milagros. Y se preocupa de que no se desperdicie nada.

La última Cena es un banquete que no es nada cruento: esto es el Pan, esto es mi cuerpo, esta es mi Sangre, haced esto en memoria mía. Hay allí un clima de estar contentos porque están con Él. Juan está reclinado en su pecho para oír mejor su voz y el latido de aquel corazón que tanto amaba.

¿Qué tendríamos que hacer nosotros: parecemos a aquellos fariseos, a aquellos romanos que crucificaron a Jesús, que mataron a Jesús? Porque parecía que ellos son los sacerdotes que sacrificaban a esa víctima, que es verdaderamente la víctima que nos pone en paz con Dios. Entonces, ¿yo tengo que ser como estos fariseos, como esos sacerdotes que matan a Jesús, el verdadero cordero Pascual? No. Yo soy sacerdote de otra manera, como Cristo.

¿Cuáles son las virtudes que yo y ustedes en ese sacerdocio del Bautismo, en ese presbiterado que se han ganado con la vida con una entrega hacia los demás, llenos de sabiduría y de experiencia? ¿ Como es ese sacerdocio de Cristo? Lo vemos.

El sacerdocio de Cristo tiene las virtudes que debe tener el señor de la casa. El señor de la casa que abre sus puertas y que invita a sus amigos – y sus amigos son pocos-, a todos aquellos que quieran ser amigos de él, a todos aquellos que quieran ponerse un traje de fiesta para venir a este Banquete. El que no quiera ser amigo, que no lo sea, que quede fuera. Pero por parte del señor de la casa, esplendido: que vengan mis amigos, que son todos. Cuando llegan , el señor de la casa, que tiene corazón grande, tiene ánimo de practicar todas las obras de misericordia: al pobre que viene de lejos, al hambriento le hace tomar algo como aperitivo antes de empezar el banquete, al que está desnudo lo viste con algo que haya en los armarios, al que viene cansado, sudoroso, le hace tomar un buen baño… Atiende todo lo que necesita la gente: al que está triste por un disgusto o por un problema se pone a charlar con él y le pregunta que le pasa, mira qué consejos le puede dar, qué ayuda necesita. Si uno está enfermo y no puede venir, pues qué pena y va a verle. Uno que está en la cárcel y no le dejan venir, ¡qué pena! Y va luego a verle. En fin, las obras de misericordia. Estas son las virtudes del señor de la casa. Eso es ser sacerdote de Cristo, sentirnos señor de la casa.

Las iglesias no son templos como eran antes, son la casa de todos. Están abiertas a todos los que quieran venir con buena voluntad. El sacerdocio, los que colaboran con el sacerdocio de Cristo – que son los bautizados, que son sacerdotes por el Bautismo a su modo- son señores de la casa, magnánimos, magníficos, no son nada egoístas, todo es para todos y su intento es hacer felices a la gente, curarles las enfermedades, de sus necesidades. ¡Qué hermoso es ver que ese nuevo sacerdocio es ser señores de la casa!

Cuando se preside la Eucaristía, se preside ese Banquete, que es signo del Banquete de los Cielos porque el mejor símbolo del Cielo es ese Banquete que Dios Padre nos tiene preparado. Hay un encuentro con Él, está la amistad de todos, unos con otros, la alegría de estar juntos, el ver satisfechas todas nuestras necesidades con gozo y alegría. Estamos felices porque vemos cosas hermosas de Dios , oímos maravillas y escuchamos la música.

¡Qué hermoso es este trasunto de este Banquete feliz, de esta fraternidad que ustedes se tienen, de este amor que tenemos a Dios, de que sabemos que Él nos ama! Es una mansión con muchas cámaras, con muchas habitaciones para que todos encuentren la que más apetezcan. Es estar juntos, como hace Jesús ahora aquí, que se preocupa de aquella muchedumbre para que aquel campo sea verdaderamente hospitalario y se palpiten esas virtudes de la hospitalidad. ¡Señor de la casa!

Esto es el nuevo sacerdocio. No es ser un matarife para ofrecer unos sacrificios inútiles. Solo la caridad, solo eso es lo que vale. Son estas virtudes que hemos de esforzarnos en tener. Yo en mi pequeñez y ustedes conmigo viviendo también esto. Siéntanse ustedes también -cuando estén en su casa, en su despacho, en su oficina, en el ejercicio de su profesión- hospitalarios generosísimos, maravillosos señores de la casa.

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del viernes 19 de abril de 1985 en Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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