Hoy por la mañana, en este mes plenamente primaveral, al abrir el balcón uno siente que el cielo azul y ya iluminado, se le entra por los ojos y hasta el fondo del alma. No hace frío, tampoco calor; sólo un fresco agradable que vivifica. Y una bandada de primeras golondrinas rasga, como pequeñas tijeras, esa seda azul. Uno respira, y reinventando a ese poeta de la generación de los cincuenta, exclama levantando los brazos: ¡Cuánto Abril! No recuerdo de qué poeta se trataba: ¿Angel Valente, Bousoño? Me lo recitó un día por la calle, el periodista y musicólogo Federico Sopeña. Le bastó decir muy poco: dos palabras. Sin embargo, este es un verso lleno de plenitud, más breve aun que los «haí-kaí» de la poesía japonesa.
Esta diminuta frase, sin ni siquiera con tiempo verbal explícito, es todo un himno de admiración –me olvidaba: dos palabras pero además, dos signos de admiración– y es, asimismo, un himno de gratitud a la Naturaleza y, en ella, a la Primera Causa de todas las causas. Esa que, desde siempre, las gentes han etiquetado con la aun más breve palabra, Dios.
¡Cuánto Abril, Señor, cuánto abril!
Este empaparnos de vida y de mensaje, nos invita a empezar a vivir con nuevo ímpetu y alegría. Y nuevas esperanzas. ¡Sí, Abril! ¡Entra por mis poros tu misteriosa aura!
Dejando el balcón abierto –¿para qué cerrarlo?– al volver a mi cuarto, a mi mesa de trabajo, a mis sueños, que así yo sea otro sin dejar de ser yo; y vosotros tengáis, sin perderos, más luz, más amistad, más solidaridad con las golondrinas y las gentes.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado por:
Ámbito María Corral