Hace diez años tuvimos una idea que –con sencillez y honestidad lo decimos– nos pareció genial. Y empezamos a ponerla en práctica. Sus magníficas y liberadoras consecuencias hasta hoy, nos corroboran aquella suposición.
¿De qué se trata?
De algo que, algún año después y con agradable sorpresa, vimos que también se había puesto en práctica en un supermercado de Holanda con grandes resultados. Fue, entonces, una noticia que dio la vuelta al mundo, dado que la publicó el Reader´s Digest.
Comentando, luego, todo esto con algunos amigos industriales de Barcelona, dos de ellos se dispusieron a implantar esta idea en sus empresas. No fue fácil de momento, ni pocos los problemas para llevarla a cabo, pero en la medida en que lo hicieron, los beneficios de todo orden eran patentes.
Nuestro gozo se vio aumentado cuando un artículo en «Destino» del 10 de abril de 1980, firmado por Víctor Alba, reseñaba experiencias semejantes en Estados Unidos, Inglaterra y también en países escandinavos, que habían alcanzado notable éxito.
Y nos mueve ahora escribir estas líneas el hecho de que muy recientemente, y acaso por casualidad, el mismo día –8 de agosto pasado– aparecieron en la prensa española dos artículos extensos sobre el tema. Uno en «Ya» sin firma y otro en «El correo catalán» de Enric Tintoré, mutuamente complementarios.
Volverán a preguntarse: Bien, pero ¿de qué se trata?
Pues simplemente de lo que se indica en el título de esta reseña: que dos personas compartan un solo puesto de trabajo. Y lo compartan con amplia libertad.
Una de ellas, por supuesto, es la responsable. La otra, sintonizada con la primera, tiene su misma autoridad y responsabilidad en la labor que se ejerza. Si esta sintonía se rompe, este segundo individuo queda excluido de tal trabajo.
El ser «dos para un puesto» aunque a primera vista parezca un handicap económico, en realidad no lo es, como se explica precisamente en esos artículos que citamos.
En cambio, las ventajas son enormes. Y no se trata de que la empresa se comprometa a dar dos sueldos. No, ya que es un solo puesto de trabajo, el cual tiene, naturalmente, una sola y determinada retribución.
El objetivo es que dos personas, de mutuo acuerdo, libremente se repartan horarios, días en el trabajo, para poder, sin menoscabo de la perfección de la labor, atender mejor cada uno de sus compromisos personales, sociales, políticos, culturales, de toda índole; cuidar mejor su salud, atender a la familia, realizar viajes más largos, estar presentes en emergencias familiares o fiestas; cultivar la amistad o disfrutar de ocio fecundo.
Empiezan así las empresas a ser para el hombre, no sólo para aquél al que van destinados sus productos, sino también para el que más cerca tienen: los que son el corazón de la misma, sus propios trabajadores.
No es cuestión de que se reduzca la jornada laboral o trabajar sólo media jornada. Eso es otro problema.
Lo que se afirma aquí es que, aunque un trabajador laborara menos horas, pero siguiera estando obligado a unos horarios y días, continuará sintiéndose atenazado: no es dueño de sí. Esa es la gran diferencia con las profesiones llamadas antaño liberales.
Cierto que al compartir los sueldos de modo proporcional probablemente deberán renunciar si no a nada esencial, sí a algunas necesidades artificiales que parece imponer a veces la sociedad actual. Pero este sacrificio se verá facilitado por los cambios que se van produciendo en la escala de valores de la gente, hacia unos modos más auténticos y simplificados de vivir.
Ya en aquella primera noticia desde Holanda, se afirmaba que la aplicación de este sistema había aumentado tanto la alegría del personal, y por ello mismo su rendimiento, que los directivos del supermercado llegaron a dar con gusto un plus mensual que, aunque no llegara a ser otro sueldo, se acercaba a la mitad del mismo.
En el artículo de Víctor Alba se explicaba que aquellas empresas anglosajonas, visto el aumento de rendimiento y la buena armonía entre todos –que evitaba incluso huelgas– y eso gracias a este sistema, no dudaban pagar para afianzarlo, la seguridad social de los segundos trabajadores.
Pero dejemos lugar ya para las noticias que nos transmiten esos últimos artículos.
Cuentan que el job sharing o sea «compartir un empleo» ha pasado del mundo inglés a Alemania federal donde varias industrias químicas aplican este sistema, garantizando a cada uno de los «gemelos», además de plenos seguros sociales, unas vacaciones reglamentarias.
Y es que las empresas, mediante la modernización de su utillaje y la automatización en tantos procesos, pueden pagar sueldos incluso más altos. Lo que no pueden hacer es absorber tanta mano de obra parada, por lo que «dos para un puesto» sería una atendible solución de este problema.
Es mejor que todos trabajen algo, que no se caiga en una holgazanería desesperada, viviendo como de limosna de los seguros del paro: cosa ésta que aunque pueda parecer cómoda y justa, es alienante y frustrante y cauce para muchas desviaciones, abusos y conflictos.
El informe de J.J. Fletcher –aparecido en «Humanisme et Entreprise»– señala que muchos empresarios de EE.UU., aceptando implantar esta fórmula, ofrecen a los dos compañeros las mismas ventajas, ya que los gastos suplementarios que de ello se derivan, están compensados por una mayor y productiva fidelidad a la empresa. Esta puede conservar el personal más interesante que sin ello quizás se iría; se produce menos absentismo por gestiones personales; se suplen fácilmente los casos de enfermedad, al menos –si ésta fuera larga– hasta encontrar un sustituto adecuado.
Pero dicho informe subraya que el método es bueno no solamente para la empresa, sino sobre todo para los mismos trabajadores: a muchos jóvenes les es más fácil simultanear el trabajo con el estudio; el tránsito a la jubilación se hace más gradual y, compartiendo el trabajo con otro más novato, éste se prepara y «vive» la experiencia de los mayores.
Todo esto es tan cierto que aunque de ese sistema no se derivara ningún beneficio para los empresarios, bastaría para aplicarlo el bien que reporta en el ánimo de los trabajadores, su realización humana, la solución de muchos de sus problemas y la mejor distribución del trabajo en la población.
En la liberación del hombre sería un paso más. Dejada atrás la esclavitud y superados los siervos de la gleba, la insalvable inclusión en estamentos medievales, y la indefensa situación de los obreros en el siglo XIX, se pasaría en el siglo actual a que fuéramos señores de nuestro propio trabajo. Vale la pena.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
El periódico, noviembre de 1981.