En los años 20 se veían, por los paseos de Barcelona, hombres más bien medio ancianos, mal vestidos, pobres que se ganaban unas pesetas –de entonces– llevando pendientes de sus hombros por unas anchas correas, unos grandes anuncios, tanto por la parte delantera de su cuerpo, como por detrás. A veces esos carteles pegados sobre recios cartones o delgadas maderas, llegaban hasta el suelo de manera que si el portador era más bien bajito, les hacía tropezar al andar Ramblas arriba, Ramblas abajo, Paseo de Gracia hacia la montaña, Paseo de Gracia hacia el mar.
Igual se anunciaba un último espectáculo que pastillas para la tos. Las caras de esos pobres hombres mostraban un insaciable tedio y cierta vergüenza de estar rebajados a esa condición de hombres anuncio.
Alguna vez, ocurría otra cosa. Ese tipo de trabajo se elevaba de categoría y emoción. Era cuando el hombre –en este caso más bien joven– iba sobre unos elevados zancos. Con brillantes y larguísimos pantalones rojos o azules, sombrero de copa del mismo color y portando también en pecho y espalda los carteles.
Seguramente la gente y los pequeños los miraban a ellos más por su habilidad y simpatía que al propio anuncio. Estos equilibristas mostraban casi siempre una cara divertida, haciendo suponer que su trabajo le resultaba gratificante. ¡Pasear, nada menos que contemplando el mundo a sus pies! Pero los otros anuncios… pasean, se sienten como esclavos con una argolla rodeando su cuello.
Llegó la República con todo su aire de redención de masas. Se prohibió por atentar a la dignidad humana, el «hombre-anuncio». Es de esperar que en vez de ir a peor, encontraran, en aquella época, otro trabajo más normal para subsistir.
¡Cómo han cambiado los tiempos! Hoy todos presumimos de ser hombres anunciantes. Nos sentimos más cómodos si nuestro jersey lleva visiblemente la marca de un animalito o de dos ramas de laurel que pregonan las excelentes marcas. O camisas que de algunas de sus costuras, sale una visible etiqueta con el nombre de la casa fabricante. Lo mismo en cazadoras y chamarras o en chandals. Parece que llevar estos anuncios nos dignifica y nos enaltece. ¡Hasta en los zapatos que me acabo de comprar he descubierto en su lado externo, lucen unas chapitas doradas con el insoslayable nombre de la marca. Pero mira por dónde descubro con estos razonamientos mi enorme alegría, la raíz más profunda de mi existir, de ser anuncio por donde paso, de ese Dios Creador que ha hecho cosas tan hermosas como un jilguero o el Himalaya. Pasar por el mundo siendo anuncio de la buena nueva de Cristo. Ser anuncio de la paz, de la justicia, de la libertad, de la alegría inacabable de ser hijos de Dios. ¡Bendito ser hombre-anuncio!
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
La Montaña de San José, julio-agosto de 1990