Todos los que han pasado una guerra recuerdan con qué ansia deseaban la paz. Podía parecer, por ello, que guerra y paz eran cosas opuestas, y que la paz podía constituir el final de la guerra y a la vez un objetivo digno en sí mismo: ¿cómo no, si era tan anhelada? Hasta los mismos vencedores están, casi siempre, también cansados de la guerra. También desean su fin, acabar con tantos esfuerzos y propias sangrías; alcanzar, aún con una mediocre victoria, la misma paz.

Sin embargo, la paz en sí es poca cosa; es casi sólo algo negativo: no estar en guerra, haberla terminado. La paz solamente es un medio para algo más. La mera paz sería un quietismo, una vacía contemplación. Claro que se puede, después de la pesadilla de una lucha cruenta, saborear la paz unos instantes, un cierto tiempo, como quien paladea un caramelo o se relame con un dulce. Pero luego viene la acción, el trabajo cotidiano, el pensar en una más adecuada reestructuración del presente de cara al propio presente y de cara al próximo futuro. La guerra no es algo que, aunque rozando por dentro la piel del ámbito de la norma, de lo lógico, de lo conveniente, permanezca en el interior del cuerpo de la sociedad. No. La guerra es algo que escapa más allá, fuera de toda sensibilidad y control. Es un estallido, una regresión antidialogante, un gigantesco gamberrismo destructor.

Por ello, lo opuesto a la guerra ha de estar más allá también de la otra frontera opuesta. Se ha de salir también de lo corriente, lo lógico y lo previsto.

¿Qué puede ser esto que sea feliz en vez de doloroso; deseable en vez de temido, que aúne en vez que disperse, que siembre amor en vez de odio; que haga que la victoria sea de todos en vez de sólo un bando? ¿Qué puede ser este algo que, siendo así, a la vez sea inusitado, sorprendente y plenamente adulto?

Es una cosa que está muy olvidada; menospreciada por una parte en aras de un trabajo calvinista, obsesionadamente productor, esclavizante, egoísta –que cree que cuanto más éxito se tiene en él, más bendiciones se alcanzan de lo alto–. «Esto» que tratamos de señalar, está por muchos relegado en favor de una vida ordenada maniqueamente, temerosa de los sentimientos humanos, desconfiadora de la libertad y la alegría.

Esta cosa, verdadero punto opuesto a la guerra, es nada menos que la fiesta: saber vivir la fiesta; saber vivir en fiesta.

¡La vida es fiesta! Aún con dureza y conflictos. Si los padres, los pedagogos, los gobernantes creen que ya es bastante ofrecer paz para los que viven, se encontrarán que como el «élan» vital lleva necesariamente a la acción, si en ese vivir no se les promueve, además, la fiesta –burbujeante de interés y alegría–, la gente usará sus fuerzas para aquella clase de lucha que vence, doblega y obliga; hará la guerra, ya que sus energías y su trabajo no desembocan en fruición festiva.

La paz no la tomarán entonces como trampolín para el salto a la convivencia y al gozo, sino para el brinco en la vacía locura de la fuerza desatada. Si la paz no es engendradora de fiesta convivencial, dialogante, será madre del monstruo de una nueva guerra, sin oídos y sin corazón.

A veces se hace la guerra no por ambición o idealismo, sino por tedio. Eso se ve en el vivir cotidiano: ¡cuántas veces las disputas familiares tienen origen en el aburrimiento!

Y una de las cosas que hay que recuperar para la fiesta es el mismo trabajo. Ejercitado como un derecho; según la vocación de cada cual, sin riesgos ni incomodidades inútiles; en un clima de estética y de alegría; con compañeros amigos; con creatividad, con responsabilidad. El trabajar como preparación próxima o remota de la fiesta.

La paz no ha de ser sólo el fundamento para una pesada reconstrucción y planeamiento de revancha; sino sobre todo, una posibilidad para vivir la gran fiesta que es la vida.

Frente a tantos seres existentes que son inmolados en la guerra por parciales ideologías, intereses o automesianismos, la fiesta es la exaltación de lo vital común: imaginativa, siempre diferente, por esencia sorpresiva, siempre con el oportuno sabor del momento en que ocurre. A su vez es revitalizadora. La fiesta da fe en los demás, da esperanza en el mismo mundo que la fiesta engendra, se vive en ella la amistad en todos sus modos y matices. La fiesta, trascendiendo también la lógica, es imprevisible, gozosa, arrolladora, unificante. Esto sí, es lo opuesto a la guerra. La paz es una condición y hasta puede ser el germen. Pero la paz, para no ser apenas nada, tiene realmente que estallar socialmente en flor y en fruto: belleza y ágape. ¡Fiesta!

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
El Adelanto de Salamanca, julio de 1981.
El 3 de Vuit, noviembre de 1982
Diario de Terrassa, noviembre de 1998.
Portaveu, noviembre de 1998.
La comarca de l’Olot, diciembre de 1998.
El Empordà, enero de 1999.
Revista RE en castellano Nº 4-5

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