Todo el mundo sabe qué es la libertad individual. La persona humana es libre e inteligente. A muchos que están muy impuestos en su dignidad de persona y, por ello, defienden con fuerza su libertad, les parece, a veces, que cualquier acto de obediencia va en contra de su libertad y de su dignidad.
Y, sin embargo, vemos que esto no puede ser así siempre. El feroz individualismo lleva al despedazamiento, no sólo de toda posible sociedad, sino también de los propios individuos que irán cayendo víctimas unos de otros. Claro está que muchas, muchísimas veces, lo que se entiende por obediencia, no es más que un abuso de poder, sojuzgando a las personas y ultrajando su libertad. Se cae fácilmente en esos dos extremos, el individualismo feroz o el sojuzgamiento obediente antihumano, precisamente porque no se cae en la cuenta de la existencia de «la libertad social».
Vamos a intentar explicar este nuevo concepto.
El hombre, por esencia, es social. Un hombre solo, nacido en la selva, gruñiría y, por sí mismo, no alcanzaría los más ínfimos estratos de la cultura. Difícilmente, por sí mismo, en una generación, descubriría el pulimento de instrumentos de piedra o la manipulación del fuego o los metales.
Es evidente, y no hace falta insistir en ello, la sociabilidad del hombre como contexto necesario para el pleno desarrollo de cada individuo. Pero también se advierte la esencia social del ser humano, por su mismo origen y sus primeros meses de vida: fue engendrado fruto de la asociación de una mujer y un hombre, y hubo de ser amamantado por una mujer. El ser humano, pues, por esencia, es social. Por ello, la libertad no puede ser un atributo meramente individual. Lo es también de la colectividad.
Estamos escribiendo esto precisamente en la hora que todas las televisiones transmiten la inaugural de un mundial de fútbol. Podemos tomar ejemplo de esta coyuntura.
¿Quién va a negar que un equipo de fútbol es un conjunto de hombres libres unidos por una vocación y un fin deportivo? Tienen un entrenador que aconseja y un capitán que coordina. Pero, en medio del juego, de gran velocidad y sin tregua, todos han de estar llenos de inspiración y creatividad, obedeciéndose unos a otros en los pases oportunos que unos dan, otros recogen y vuelven a dar, hasta que alguno pueda chutar a gol. Hay una voluntad coordinada de todos. Siendo cada uno cada uno, son un espíritu. Tienen en común una común libertad social que no es, ni mero individualismo, ni es una obediencia que reduzca al hombre a pura máquina sin dignidad personal.
Un jugador individualista, cogería la pelota y no la soltaría; a lo más querría que, si otros la tocaban, fuera para pasársela a él, es decir, impondría obediencia a todos para hacer exclusivamente su juego, a honra y gloria propia. Por el contrario, un capitán o entrenador que quisiera que sus jugadores fueran puras máquinas obedientes, también sería esclavizarlos en aras de un juego propio. Y ambas cosas, o sea, ambos extremos, el individualismo o el dictatorialismo, resulta que se tocan y confunden.
Lo que decíamos del fútbol se puede trasladar a la sociedad en general. Lo bueno es trabajar «en equipo». No en balde se toma este término del mundo deportivo. No en balde, el deporte debe ser una buena escuela para que la gente no sea individualista ni dictatorial.
Todos los que trabajan en equipo en alguna cosa deben ser miembros libres y, por lo tanto, están en el equipo porque de verdad quieren. Segundo, forman equipo por una misma vocación, y lealmente juegan con el vivo deseo de alcanzar todos juntos, y gracias a todos, la finalidad que se proponen. Si alguno o algunos estuvieran forzados, o pretendieran otros fines, el equipo no podría funcionar bien y, fácilmente, incluso los propios jugadores meterían goles en su misma portería, en vez de hacerlo en la del equipo de enfrente.
O sea, que lo que verdaderamente es humano y razonable, es la libertad colectiva y comunitaria. Una libertad individualizada es tan monstruosa y estéril como un individuo en medio de la selva, absolutamente solo. Unas libertades esclavizadas por un dictador es algo tan monstruoso y estéril como lo anterior, pues tampoco hace «sociedad» que es, justo, lo esencial del hombre.
Lógico es que el niño, al aflorar su autoconciencia, subraye un tiempo su individualidad y su libertad individual. Pero si se queda en ese estadio, será siempre un inmaduro. Lo propio de la madurez es llegar a poder participar en equipos, contribuyendo con su libertad a esa libertad propia de los seres humanos sociales, de libertad social. Si este hombre inmaduro, detenido en una fase de su niñez que, aunque normal en ella, es para sobrepasarla; si ese hombre, digo, es inteligente pero neurotizado, se hará dictador de los que sean menos inteligentes que él. Pero, en ninguno de los dos casos, el individualista o el dictador, harán equipo, harán de verdad, sociedad.
En el mundo en general, todas las estructuras y grupos se debaten agónicamente entre aquellos extremos y, para defenderse de uno, caen en el otro. Y es que la gente no ha descubierto lo bastante, este nuevo concepto de libertad social que, sin esclavizar a nadie, ni quitar a nadie su libertad personal, permite aunar voluntades en aras de una gozosa colaboración fecunda, eficaz y plenificante, incluso de la propia libertad personal. O sea, que la libertad social (por ser parte de la propia persona que es social) es lo único que justamente permite que yo llegue a ser libre de verdad, al no estar esclavizada mi libertad por su peor enemigo: uno mismo.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
Revista RE, Época 4, Nº 41.