La ontología es, propiamente, una parte de la llamada metafísica. La ontología –tratado del ser– es tan lícita como la matemática. Nuestra razón puede, ciertamente, abstraer aspectos de la realidad. De las matemáticas, por ejemplo, el número. Y estos conceptos podemos transformarlos aún en conceptos más generales, y hasta expresarlos por unas letras, elaborando así una ciencia algebraica: determinar las leyes de las ecuaciones, los logaritmos, los factoriales… Claro está que un matemático que fuera ciego de nacimiento, al aplicar luego las reglas generales de la suma, por ejemplo, a unas naranjas, podría decir: tres naranjas más dos naranjas, igual a cinco naranjas; pero no por ello sabría cómo es la naranja, la maravilla del color oro viejo que tiene esa fruta en medio del follaje del naranjo.
La ontología, por su parte, abstrae de las cosas, de los entes, no su número o su cantidad, sino su aspecto de ser. Esa naranja tiene ser; ese árbol tiene ser; esa imagen de mi mente tiene ser (¡aunque otra clase de ser!, pero de alguna forma existen en mí). Y a partir de estos conceptos de ser, la ontología elabora su «álgebra» particular de leyes. Nos dirá: lo que es, es, y lo que no es, no es. O bien que un ser no puede ser y no ser a la vez. O que dos seres iguales a otro, son iguales entre sí. O que el hacer es según el ser que actúa. O que la nada, nada es y por ello nada puede hacer. O que si ahora hay algo, siempre ha tenido que haber algo. Pero, con este mero juego de abstracción óntica de la realidad, con esa pura «danza» de «seres», no puedo saber cómo son realmente. No sé nada de ellos fuera de que existen como realidades a las que aplico los resultados de mi ciencia ontológica.
Si no lo veo, si no lo toco, ignoro si son pequeños o grandes, verdes o amarillos, reales o imaginarios. Y sentiré un continuo asombro: iré de sorpresa en sorpresa al descubrir, por el paladeo sensorial, que este «ser» que es nube, es tan bello en los atardeceres; que ese otro ser, que es una cereza, se parece a veces al sol que se esconde en el ocaso; y que aquel otro ente que es el dolor de amar, es a menudo tan amargo. Habré podido averiguar, en efecto, con los esfuerzos ontológicos de mi razón, que tiene que haber un algo absoluto, algo que es «en sí», un ser trascendente a los meros seres trascendentes que empiezan a ser.
Pero ese Ser está más allá, absolutamente, de mis posibilidades de saber cómo es en su realidad. Por mucho que afirme yo que existe. Yo, un hombre, un ser, pues, limitado, con un sentido y una razón igualmente limitados por ser míos, no tengo medios para poder conocer y saborear ese Ser absoluto. La razón, en su cortedad, puede en verdad exclamar: ¡más entendería que no hubiese nada que no que haya algo!
Es lícita la ontología, con tal que reconozca sus límites, sabiendo que al final de su investigación topa siempre con la frontera del misterio, frontera que es como nuestra piel, nuestro límite. Golpeando esta frontera tan sólo podemos saber que existe «algo» que ha existido siempre; algo que es. Y es aquí que vamos a topar con lo que llamamos metafísica –más allá de la física (fisis), de la naturaleza, de lo sensible–: pretendida ciencia, fruto de nuestro deseo de alcanzar, con nuestras propias fuerzas, ese «más allá» de nuestro ser contingencial.
Y en esta frontera con frecuencia el hombre plantea rabia ante la impotencia de poder conocer realmente cómo es lo que es trascendente a él: la sustentación de todos los seres, la razón por la que hay algo en vez de nada. Nos empeñamos orgullosamente en querer saber, con las solas fuerzas de nuestro ser que es contingente (o sea, un ser –yo– que antes no era, que podía no haber sido y que, aunque ahora soy, no fluye de mí el seguir siendo, ya que sin una intervención de algo fuera de mí, mi yo desaparecería según todas las apariencias), cómo es en realidad ese ser del que sólo atisbo su existencia con mi razón.
Se trata de aquel «Dios a la vista» de Ortega y Gasset, pero desearíamos llegar a poseerlo, al menos intelectualmente, reduciendo la realidad de ese ser (al que llamamos Dios para entendernos de alguna manera) a mero Dios filosófico a nuestro alcance, autoengañándonos al creer que, así, conoceremos algo más del Dios real, trascendente, misterioso e inescrutable.
La analogía del ser
Para tender un puente de concepto a la realidad –y no quedarnos ciegos ante la naranja–, la teología natural de los filósofos inventa –por cierto, genialmente, pero también vanidosamente–, la analogía del Ser. Proyecta en ese Ser, todo lo bueno que creo hay en mí y en las cosas, ya que nosotros somos también seres, aunque con minúscula; y además, en el ejercicio de la analogía, quito los límites de esas cualidades que «atribuyo» a Dios para convertirlas así en atributos de su Ser absoluto. Es decir: cada una de esas cualidades se las ofrezco en grado infinito y de este modo creo ya «conocer mucho –o bastante– de ese ser divino». Pero hay sutiles peligros cuando afirmo que con la analogía conozco ese supremo ente, aunque sólo la parte semejante a mí, y que, en cambio, se me escapa la no semejante. Con ello estoy afirmando, aunque sin querer, que lo primero es un antropomorfismo, y que lo segundo, sigue siendo un «inescrutable» misterio.
Por otro lado, para escoger los atributos que debo proyectar a ese Ser absoluto, escojo lo bueno y rechazo lo malo que veo en mí. Pero muchas veces dudo: ¿lo bueno es la mansedumbre o la fuerza?, ¿la imperturbabilidad o la pasión?, ¿el perdón o la justicia vindicativa? Se comprende que a lo largo de la historia del pensamiento, se haya proyectado tanto la ira o la venganza como la despreocupación divina improvidente o la omnipotencia y la omnisciencia determinantes o el respeto o no a la libertad del hombre. Según se opinara sobre estos valores o desvalores nuestros, se le aplicaban o no a ese Dios hecho por nuestra manos. Y a veces engendrábamos un monstruo.
Se puede añadir otra cautela al tema de la ontología. Remover la finitud de estos atributos implica no sólo un salto cuantitativo sino un salto profundamente cualitativo; y es que, aún conociendo una virtud finita, se nos escapa totalmente cómo será el ser ilimitado. Si decimos que tenemos «razones» para pensar que ese Dios, real y verdadero, es bello y bueno –y además en grado infinito– también cabe la «sospecha», dado el mal físico y moral existente, de que este mismo Dios pueda ser, además, terrible y duro, como lo han pensado tantas veces los profanos y hasta la gente del Antiguo Testamento.
La humildad óntica puede ser calificada de legítima y correcta si se mantiene en su humildad. Pero la llamada aquí metafísica –esto es, pretender con nuestras solas fuerzas dar el brinco desde nuestro saber de los seres, por la abstracción dentro de nuestra mente, al conocer la realidad trascendente, aunque sea con la pértiga, también inmanente, de la analogía–, me parece más bien un acto, un tanto pelagiano, de ambición y soberbia, que nos hace perder el plácido, ingenuo, bello paraíso de la ontología, de las ciencias y de la sosegada espera de que ese Dios –si realmente existe–, venga cuando quiera –si quiere– a pasear con nosotros y a revelarse de modo inteligible, comunicando cómo es Él en realidad o, al menos, algo sobre quién es.
La frontera del auténtico misterio (¿cómo es la entraña del ser? ; ¿por qué hay algo en vez de nada?) sólo se puede iluminar por un don que atraviese de allí para acá esta radical humildad contingencial del hombre. Lo demás, es vano intento alucinado.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Publicado en:
Revista RE, Época 5, Nº 49.