He estado hace pocos días en Almería, la del Índalo (este símbolo bellamente esquemático de un hombre sosteniendo el Sol), en un Congreso que tenía por objeto tomar posiciones humanizantes frente a los nuevos horizontes del turismo. De entre los varios aspectos propuestos, unas ponencias trataban de la recién bautizada «civilización del ocio». Ocio que nos adviene por la reducción del trabajo debido a la robotización y a la informática. Ocio lleno de repercusiones en el modo, tiempos y frecuencias de este moderno fenómeno del turistear masivo.

Sociólogos, sicólogos, médicos, expertos en turismo, etc., tomaban parte en esas Jornadas. Y unos por posibles negocios –todos los profesionales del turismo–, otros por el deseo de un mayor equilibrio del cuerpo y de la mente –sicólogos, médicos– y otros, en fin, para estudiar los datos objetivos de la movilidad humana –sociólogos– se las prometían muy felices ante estas perspectivas de la próxima sociedad liberada de las más pesadas cargas del trabajo cotidiano, lo que permitiría a muchos disponer de grandes espacios de tiempo. Todos los congresistas deseaban que no se convirtiera en un ocio pasivo, obligado, aburrido y empobrecedor del espíritu.

Entre otras actividades y ciencias (deporte, arte, estudios, etc.) que intentan redimirlo, el turismo también debería tener algo que ofrecer a estas nuevas posibilidades del vivir para que el tiempo libre se emplee de modo pleno y gratificante. No sólo para los jubilados sino también para las masas de trabajadores que participarán ya del «júbilo» de no estar aprehendidos demasiado por sus respectivas ocupaciones.

Se habló también sobre el «paro», que tanto se extiende por todos los países y especialmente entre la juventud –en contra de lo que prometen demagógicamente muchos políticos de todos los colores– y que es un fenómeno irreversible que de forma indefectible irá en aumento. Alguien afirmó la urgencia de plantear alternativas eficaces para que precisamente se aproveche este ocio forzado en bien de todos y, de manera señalada, de los propios parados.

Una alternativa, pues, sería el turismo. Estudiar qué viajes, encuentros interculturales, conocimiento mayor y vivencial de la tierra que nos sostiene… Deberían ser, además, asequibles a estas personas y ayudarlas así a que su inactividad no les lleve al desespero y desmoronamiento; les haga, en cambio, instrumentos gozosos y efectivos de la construcción de un mañana y un mundo mejor.

Multitud de interesantes sugerencias aportaron en todos estos sentidos, los técnicos interdisciplinares congregados.

Pero… también asistían ¡ay! Técnicos en Economía. Fueron como profetas agoreros mas no por ello irreales, sino todo lo contrario.

Avisaban de que quizás no valiera la pena elaborar esos grandes proyectos porque muy bien pudiera ocurrir que cuando toda esta costosa infraestructura turística para la civilización del ocio estuviera en marcha, se encontraran con que hubieran desaparecido aquellos a quienes iba destinada. O sea que no hubiera nadie para beneficiarse de ella.

Los asistentes al Congreso quedaron sorprendidos y perplejos ante esta intervención de los economistas, y pidiéronles que se explicaran. Densa y larga fue la explicación solicitada, colmada de datos de serias prospectivas y balances.

Largo y amplio sería también exponer todo ello aquí, pero sí que me parece necesario ofrecer, aunque sea en un apretado resumen, las principales líneas de fuerza de aquellas intervenciones.

Primero: ¿Turismo para jubilados? Hay que tener en cuenta que cada vez la jubilación se hace a edades más tempranas. En algunos sectores de varios países es ya a los 55 años. Se favorece con ello el dar paso a los jóvenes aunque así se desperdicie la enorme experiencia acumulada por los sobreadultos. Además, este fenómeno del retiro precoz entraña otra consecuencia: que la parte activo-laboral de la sociedad tiene que sostener las elevadas y cada vez más numerosas pensiones de los jubilados lo cual, incluso en los países más ricos, está ya resultando insostenible.

Las directrices que se dan a la economía tratan de paliar este descalabro; entre otros medios por la inflación, que si bien obliga a aumentar de modo más o menos proporcional –más bien menos– los salarios (entendida esta palabra en el más amplio sentido), devalúa enormemente lo que se había prometido pagar a los pensionistas que sólo se aumenta en un índice mucho menor. Ocurre algo análogo con la mayoría de los Seguros. Pero estas medidas son aún insuficientes para sacar a flote debidamente los índices de crecimiento económico. Y resulta que para algunas mentes dirigentes de las más altas finanzas (de uno u otro bloque), siendo las personas para ellos meros números abstractos por lo que incluso se venden armamentos ganando más cuanto más mortíferos sean, no tienen tampoco prejuicios a la hora de «mortear» en otros campos que resulten antieconómicos: tanto mayores y senectos como disidentes. Por ello, de un modo u otro, se introduce la eutanasia positiva quizás con el atrayente adjetivo de dulce: (¡la «Dulce Eutanasia»!) a veces voluntaria, otras hábilmente sugestionada y otras muchas veces, del todo ignoradas por estos jubilados que al padecer una leve dolencia acaban, sin embargo, en suave fallecimiento.

En Holanda, por ejemplo, las personas mayores han tratado de formar un partido político para que, pudiendo así tener más influencia en el Parlamento, se detenga ese sutil peligro para sus vidas que tan real es ya. Esos ancianos prefieren huir a residencias del extranjero muchos menos bellas y cómodas, pero todavía más seguras para sus existencias.

En Inglaterra las personas que sobrepasan los 65 años ya no tienen derecho a utilizar los servicios de las Unidades de Cuidados Intensivos. Deben conformarse con una cama corriente en el hospital, con el mayor riesgo que ello supone para su vida en casos de infarto, etc. Las UVI para gente que ya «no produce» resultan demasiado caras para la sociedad. Por otra parte, si el enfermo muere, al dejar de percibir su pensión ello repercute lógicamente en bien del problema económico general. Incluso, lo que poseía el fallecido revierte de una manera u otra a las demás células sociales activas.

De varias naciones, de otros abundantes datos que nos comunicaron, se podría seguir hablando pero, señalada la dirección de este aspecto, ya por ahora es suficiente.

Segundo: ¿Y los desocupados más jóvenes? McNamara como Presidente del Banco Mundial, en una conferencia que pronunció en Barcelona el año pasado, hablando en términos de economía de mercado, hizo unas afirmaciones –sin expresar si él las compartía o no– en las que dijo «que un hombre que no produce y tampoco consume, sobra». Lo mismo cabría decir de las masas de los países en vías de desarrollo, y casi del propio, ya que hoy por la tremenda novedad de la robotización y la cibernética, grandes cantidades de personas no serán necesarias para trabajar y ni siquiera para consumir, ya que lo fabricado por estas industrias automatizadas resulta tan barato, que basta una pequeña producción que sea absorbida por las mismas élites que la producen para que se sostengan estas industrias y se ahorren así, de paso, muchas materias primas, también que disminuya la contaminación ecológica que alcanza cotas tan peligrosas hoy (por ejemplo la disminución de la capa de ozono atmosférica a causa de tanto consumo de oxígeno por la aviación y a la vez por la desarborización creciente del planeta, ha hecho que aumentara por tres el número de cánceres de piel en los últimos años).

McNamara dijo asimismo «que suprimir a un hombre cuesta un dólar», o sea el precio de una bala, más la amortización alícuota del arma que la dispara. Y que en cambio «educar a ese hombre para que sepa controlar debidamente su reproducción y se disminuya así sensatamente el número de habitantes actual de la Tierra, cuesta 300 dólares». En una economía meramente racional, la elección es obvia, máxime cuando volver a educar al hijo engendrado para que a su vez tenga una reproducción controlada, costaría de nuevo más o menos lo mismo. Por el contrario, con el solo dólar de matar al primero ya no existiría ni el hijo ni el nieto, etc. ¡Cuánto ahorro!

Si pueblos enteros, pues, no son necesarios ni como productores ni como consumidores, y por otra parte hay que emplear en ellos materias primas, que empiezan a escasear, hacen peligrar grandemente la ecología, incluso la de los mares, y son imparables sus costosos desplazamientos y hasta sus rebeldías; obligan a levantar instalaciones atómicas amenazantes necesarias para cubrir el consumo de energía, pues sencillamente, en efecto, sobran. Ayudar a que no nazcan tantos seres humanos o no impedir que se mueran de endémicas enfermedades y favorecer que se maten en estúpidas guerras fratricidas, todo ello resulta ¡tan barato y tantas veces productivo incluso!

A los congresistas nos parecía haber asistido a un film de «ciencia-ficción» pero los economistas nos insistían en que eran realidades puestas ya en marcha.

Tercero: Si se optara, en cambio, por no suprimir a pesar de todo a las personas mayores ni a las masas innecesarias, el gasto sería fabuloso, más allá de las posibilidades reales de hoy en un futuro previsible. Alimentarlas, educarlas, mantener su salud, levantar nuevas estructuras para el entretenimiento de su casi continuo tiempo libre, a la par que habría que realizar ingentes esfuerzos para mantener una equilibrada ecología cada vez más amenazada por una superpoblación creciente, que con el ocio, previsiblemente, aún sería este aumento más explosivo.

Y a todo ello habría que sumar, como ya hemos indicado, los inmensos gastos de transportes y los del difícil mantenimiento del orden público.

Los economistas del Congreso, llenos de objetividad y buena fe, como los demás congresistas, presentaban este panorama humildemente y también pedían sugerencias válidas, alternativas eficaces, reales y posibles.

Pero consideraban su deber alertarnos para que no cayéramos en ingenuidades. No fuera que hiciéramos el dispendio de edificar unas estructuras para albergar una civilización del ocio que precisamente tan amenazada está de ser abortada, o ser destruida apenas nacida como un vil infanticidio. Sería más oportuno que previamente dedicásemos nuestros saberes y potencialidades en salvar la vida y el futuro de esas masas y hacerlas llegar en efecto a la tierra prometida del ocio, dejando para más tarde –cuando esta llegada fuera una realidad feliz– ver lo que podría construirse para que este ociar fuera aún más plenificante y dichoso.

¿De qué nos serviría soñar ahora «viajes y festines» para unas personas que están a puntos de ser totalmente marginadas?

Todos los congresistas fuimos guardando angustiados en nuestro corazón estos panoramas y nos sentimos, al menos por el momento, impotentes para paliar esa planificación contra el máximo bien de los existentes que es, sobre todo, su propio existir.

Luego, con la voz menos engolada y las palabras más indecisas, continuamos el Congreso tratando, casi por inercia, de cómo poner en pie estas estupendas pretendidas orientaciones y posibilidades para la gente que no tiene en qué ocuparse, y que a pesar de todo, cada vez son más numerosas.

Pero aunque no nos comunicáramos –pues queríamos con nuestro silencio dejar pasar esas realidades atormentadoras como si fueran sólo fantasmas–, un temor había quedado como pozo de café turco en todas nuestras intervenciones. Algunas en vez de optimistas, empezaban a parecernos esperpénticas. Sin embargo, al final un congresista sugirió con timidez una posible alternativa. Dijo que como el amor es hoy una palabra y un concepto muy desgastado, usado y en entredicho, por lo que quizás no tenga garra suficiente para remontar el repecho en que la humanidad hoy se encuentra, habría que buscar otra cosa que conmueva más el profundo sentimiento del hombre. ¿Cuál podría ser? «La Belleza» Acaso solamente con el agua lustral de lo estético, reprístinemos el oxidado amor altruista.

Aconsejaba que nos esforzáramos todo lo posible en hacer cada vez más bello este mundo, ¡ajardinar el universo!, gran tarea en vez de guerrear y destruir. Quizá con esa nueva andadura alcanzaríamos al menos una parcial solución que permitiera reducir responsable y progresivamente la población del mundo a la vez que desarrollar una paulatina pero esperanzada civilización del ocio sin tener por ello que matar a nadie, saliendo de la aporía en la que parece nos ahogamos.

Acordamos reunirnos el próximo año. ¿Para qué?, ¿para seguir soñando?, ¿o en esos doce meses habremos, entre todos, hecho un poco más hermoso este mundo?

Alfredo Rubio de Castarlenas

Perspectiva Internacional, junio de 1984.

Comparte esta publicación

Deja un comentario