Ponencia presentado por Alfredo Rubio en las Xª Jornadas Interdisciplinares «Adolescentes de los 90. Abrir caminos a la paz», celebradas en diciembre de 1989 en Barcelona, organizadas por el Ámbito de Investigación y Difusión María Corral.

I.- Se ha dicho que filosofar es «algo» referente al ser y que la historia de la Filosofía es la historia de las distintas interpretaciones del ser.

Pues bien, el Realismo Existencial es, en este campo, también un esfuerzo del razonar. Esfuerzo que desea mantenerse, ante todo, dentro de las estrictas posibilidades de la misma razón. Es decir, sin recurrir ni invocar nada que pueda estar más allá de ella, como serían las creencias, fueran las que fueran.

Manteniéndose dentro de sus límites y precisamente por eso mismo, nuestro razonar desea vivamente un diálogo que resulta connatural con todas las ciencias, y en especial aunque no exclusivamente con las más cercanas, de un modo u otro, a la Antropología.

El Realismo Existencial, al hacerse cada vez más consciente de nuestra contingencia, de la «levedad de nuestro ser» (para decirlo con palabras de Kundera), nos lleva a una auténtica humildad óntica, que es base firme y punto de arranque de toda una serie de actitudes del ser humano respecto a sí mismo, al mundo que le rodea y también con referencia a toda la historia.

II.- ¿Qué es el Realismo Existencial?

Muchas veces se habla largamente de alguna cosa, incluso sin haberla visto de hecho. Recuerdo una discusión de arquitectos sobre la conveniencia o no de invertir grandes sumas para la conservación de Venecia, y ninguno de ellos había estado nunca en esa ciudad. No habían podido sentir la emoción de su ambiente, ese etéreo sentimiento de pisar sus plazas, sus estrechas aceras al borde del agua, contemplar «in vivo» su belleza o deslizarse en la tarde por sus canales.

Eso ocurre también con harta frecuencia en el tema del ser. Se puede perorar sobre muchos aspectos de él, incluso sin haber gozado la vivencia, la experiencia del existir más cercano que es uno mismo. Entonces, el discurso filosófico se hace aberrante o demasiado abstracto.

La gente corrientemente es vanamente extrovertida. La frivolidad es precisamente no dar importancia a nada, a pesar de que cada ente tiene en sí la cosa más importante imaginable: su ser «ser», su existir.

Muchas veces nos parece que no tenemos tiempo de paladear en la soledad y el silencio y, mejor aún, si nos envuelve la oscuridad y nos empapa un sosegado abandono, paladear, digo, la evidencia de nuestro existir. La evidencia también de que antes uno no era y sin embargo, ahora se es. Llegado ese momento, nos sentimos como flotando. Y percibimos también algo «extra-mí» que nos sostiene, como el mar cuando sobre él nos tendemos inmóviles. Pero a la vez, nos sentimos libres, dueños de uno mismo, dentro del área de nuestros límites. Ese «algo» desconocido, extrínseco, no me ata, como tampoco el mar.

Además, casi de inmediato sentimos igualmente la sorpresa de ese «estar-existiendo-ahora» cuando antes ciertamente no existíamos. Y vemos, a solas con nuestra razón, que si cualquier detalle de los que incidieron en nuestro engendramiento hubiera sido distinto (desde el Big-Bang hasta aquel día de amor de nuestros respectivos padres), nosotros no existiríamos. Por ejemplo, si los padres, por cualquier nimia causa, no se hubieran encontrado ni conocido en la vida. Y está claro que no nos hemos dado este ser que tenemos, que es la razón de todo nuestro devenir.

Este, repito sentir que existimos frente a tantas posibilidades universales de no haber existido nunca, hace brotar un éxtasis y, muy probablemente a la vez, una alegría precisamente por existir en medio de la total oscuridad de la no existencia. Y esta vivencia del existir que uno siente es previa al razonar. Laín Entralgo lo expresa así en su reciente libro «El cuerpo humano, teoría actual»: «La sentencia de Descartes pienso, luego existo ¿no es un razonamiento secundario y artificioso, y a la postre inútil? A mi juicio, si el poder decir y estar diciendo “yo existo” por tanto: el origen y la posesión de la conciencia y la certidumbre del propio existir dimana de una evidencia anterior a todo acto mental; es un dato inmediato de la conciencia, para decirlo con las palabras, también famosas, de Bergson».

Y si ese sentir es previo al razonar, lo es aún más, por consiguiente, a las palabras. Si digo soy, ya he recorrido un largo camino desde aquel percibir que existo hasta este inventar un verbo con el que quiero expresar algún modo –quizás también expresármelo a mí mismo–, aquella evidencia sentida, esa «autoevidencia» Si luego formulo además yo soy, anteponiendo explícitamente ese pronombre al verbo, he andado mucho más trecho todavía, pues me he descubierto, no sólo como existente sino como persona.

Esta evidencia de existir (que primero hay que saborearla pausadamente para poder luego hablar de ella con seriedad) no es, no, una abstracción. ¡Es, justamente, lo más real! Y pletórica de consecuencias.

El Realismo Existencial desea unir en nuestro pensar la realidad y la existencia; la realidad real de nuestro ser. No es una metafísica-fuera-de-nosotros, idealista y con tanta abstracción que el ser se nos hace casi como un fantasma. El ser está en nosotros, que es donde encontramos primero la base más cercana, clara y real, para la posible elaboración de una teoría del ser. En nosotros el ser no es extranjero. Nos es cotidiano y diáfano, aunque esa diafanidad nos siga dejando en penumbra –y eso es bellísimo– el insoslayable misterio.

III.- Las palabras «Realismo Existencial» pudieran sonarnos como un eco de otra forma de pensar bien conocida: el Existencialismo.

Si bien aquél coincide con éste en dar de nuevo una gran importancia al ser del ente, aún sin negar las esencias (Heidegger mismo, decía que eran custodios del ser), al llegar a un cierto punto del camino común, el Realismo Existencial sigue diversa dirección.

El pensamiento de Heidegger es consciente de la fragilidad de nuestro ser. «Es un ser para dejar de ser» como una estrella fugaz en una noche de verano. Esto les parece absurdo a los existencialistas y por ello la vida la interpretan como una pasión inútil. Y esta finitud a Sartre le da «nauseas»

Según ellos, el «hombre auténtico», consciente de su trayectoria, debe vivir en continua «angustia existencial», como la que agarrotaría al que cae desde un alto andamio a la calle, viendo cada vez más cercana su muerte sin sentido.

Y un hombre es «inauténtico» si trata, en cambio, de olvidar este drama personal y colectivo que no tiene solución, distrayéndose con bagatelas, por ejemplo: tener ambiciones, enamorarse o pretender construirse un porvenir.

Lo coherente con ese pensar del Existencialismo sería más bien el suicidio para acabar de una vez con esta angustia inútil del “vivir para dejar de vivir”. Y ya no se tiene ni la efímera gloria de habernos dado a nosotros mismos el ser, se tenga al menos, el trágico esplendor de destruirlo por uno mismo.

La autodestrucción parece a alguno que es quizás lo único serio y razonable. O una apocalíptica destrucción del mundo. Cuando Alemania se hundió y Hitler se suicidaba, las radios transmitieron el wagneriano y niestzchiano “Ocaso de los dioses”.

¿Cuál es, pues, la encrucijada donde el Realismo Existencial emprende otro camino?

Veamos:

El hombre existencialista, al descubrir que nada menos es ser, se envanece y no querría seguir siendo un contingente, limitado, no sólo en el espacio sino, sobre todo, en el tiempo. Recordemos el título del primer libro famoso de Heidegger: «Ser y tiempo». El existencialista querría poseer de alguna manera, ya que existe, la absolutez del ser. Por eso cree que le es ofensivo, traidor, ese tener que dejar de ser. De ahí el desprecio al mismo ser que tiene, ya que no es la clase de ser que él desearía.

En cambio, el hombre-realista-existencial, más realista, valora del todo su existencia concreta, pues reconoce que él es así o no sería nunca. Que no podía ser el que es con otra clase de ser, por ejemplo, el ser de las piedras o de un superman o súper hombre.

Ser como se es, contingente, y ser quien se es, constituye nuestra única posibilidad de existir en medio del universo. Puede haber muchos otros existentes, pero son otros. Yo no. Hamlet dice con una calavera en la mano: «Ser o no ser, ésta es la cuestión (o la pregunta)». Podríamos añadir: «Ser quien soy y cómo soy, un ser finito y con límites o no ser».

La encrucijada marca esas dos direcciones: hacia el orgullo del ser o hacia la humildad óntica. La primera dirección, a pesar de mucho orgullo que se tenga por ser, conduce a un engreimiento que hace desear tener un ser que fuera más densamente ser, para liberarse así de los límites propios de ser humano. Ello lleva a la desesperación ante la imposibilidad de alcanzar este deseo. Por el contrario, la humildad óntica, es decir, la aceptación gozosa de nuestro leve ser que es nuestra única posibilidad de existir lleva a la alegría jubilosa de ser. Y así podemos disponer de todas nuestras fuerzas para desarrollar lo mejor posible el abanico de nuestras posibilidades en vez de malgastarlas en improperios y frustraciones. Y se puede contemplar la belleza de toda cosa y sentir anhelosa y a la vez plácidamente, la solidaridad y la amistad de los que comparten con nosotros, igualmente sorprendidos y gozosos, el existir. Cada uno se sentirá entonces más hermano de todos, no tanto por la común sangre humana sino, aún más hondamente, por el sendo existir que es lo que más nos enlaza.

Heidegger decía cuando le preguntaban: «que sí, que pensaba escribir algún día una teodicea», materia que incluye todo sistema filosófico en general. Hubiera sido una teodicea existencialista en este caso. Pero murió, al menos sin publicarla. Heidegger no negaba el misterio; nos llevaba hasta sus puertas y hasta creía en un ser trascendente.

Yo, pobre de mí, no me atrevería siquiera a tener un semejante propósito teodiceico. Me bastaría poder llegar también, a la linde del misterio mediante todo el esfuerzo de nuestra razón humana, que hay que reconocer que es limitada, como todo lo nuestro. Misterio que está tanto fuera como dentro de nosotros mismos. Y alcanzada esta frontera y feliz de haber arribado allí, me contentaría con acurrucarme a su sombra y contemplar detenidamente desde ese otero todo lo que existe a mi entorno. Quizá descubriríamos que ese velo invisible que nos cierra el paso a lo ignoto, no es frío sino cálido, no rígido sino envolvente. Y que cuanta más humildad óntica logremos, más innominada luz se transparenta en él.

Y no sé… sentiríamos como un indescriptible perfume que nos llegara de detrás de las tapias de un inimaginable jardín.

Los seres vivos racionales, en cuanto tales, pueden intentar hacer toda clase de analogías para atravesar de alguna manera esta frontera. Pero me parece que es como saltar con pértiga: se sube más alto, sí, pero se sigue cayendo a este lado nuestro. ¿Qué son realmente la belleza, el bien, la verdad, cuando éstas las su-ponemos infinitas?

Si bajamos en cambio, por el pozo abierto de la conciencia de nuestra vida, hacia el nivel más hondo del existir, allí se contacta con ese algo absoluto o, como dice Zubiri, con el poder de lo real. Este contactar es como una mística óntica aunque natural nada más. El palpar y aceptar gozosamente estas dos clases de ser yo y ese algo radicalmente distinto de nosotros, es la humildad óntica que venimos señalando.

IV.- Esa actitud del Realismo Existencial humilde por ser existencial y real está, como decíamos, llena de consecuencias, a mi ver, esclarecedoras. También entraña válidos aspectos al abordar la Historia, la cual, por desgracia, tantas veces va envenenando las relaciones de todo tipo de los seres humanos en el ámbito nacional e internacional.

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Revista RE, Época 4, Nº 39.

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