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Hace unos cuantos días leía que las primeras universidades eran como asociaciones privadas impulsadas por hombres que se propusieron el cultivo y la difusión de la ciencia. Esto me llevaba a pensar si hoy no podríamos recuperar esta idea inicial de universidad y ser capaces de crear asociaciones de personas dispuestas a cultivar la ciencia. Y así difundirla a través de los distintos medios que la tecnología pone a nuestro alcance.

Asociaciones o entidades que se olviden de dar títulos y de pedir reconocimientos oficiales, para cobijarse bajo unas estructuras mínimas que permitan reunir personas a pensar, dialogar y, después, dar a conocer el fruto de esta reflexión con la esperanza de que estas ideas reviertan provechosamente en la sociedad. De hecho, a primera vista, parece que no sería muy complicado recuperar esta concepción de universidad y aplicarla a nuestros días.

Tenemos muchas universidades en el mundo que funcionan muy bien; por lo tanto no es necesario crear nuevas. A pesar de que todas han sufrido y sufren las consecuencias de una crisis económica brutal, con diferentes matices, muchas continúan haciendo la tarea propia de las universidades modernas. Generar conocimiento y darlo a conocer, así como estar abiertas a las necesidades de la sociedad para innovar y transferir conocimientos, ayudando a crear riqueza y mejorando la calidad de vida y la salud de las personas que viven en su territorio. Estos objetivos son la base de la famosa declaración de Bolonia.

Pero, como decía Salvador Giner en el número 45 de la Revista RE, titulado «Nuevo tiempo de universidad», para «contribuir a la universidad de hoy y de mañana es necesario mejorar, y tenemos que crear cosas nuevas para que la universidad sea más afable. Para mí la universidad es un invento extraordinario».

Estoy plenamente de acuerdo con él y estoy convencido de que es necesario continuar inventando nuevas formas de hacer universidad. Hay muchos hombres y mujeres que no están matriculados a ninguna universidad ni han cursado estudios en un centro universitario, pero son personas universitarias, o sea, abiertas a las ideas, con ganas de aprender y enseñar, que han hecho experiencia de sus conocimientos y quieren transmitir estas experiencias en la sociedad donde viven.

Pienso que los verdaderos profesores de universidad son aquellos que, además de tener unos conocimientos, son capaces de testimoniar una experiencia. Aquellos hombres y mujeres que, con un título universitario o sin él, enseñan lo que saben, y lo pueden hacer porque lo viven. Podríamos decir qué saben porqué viven, que su aprendizaje nace de la vida; no tienen, pues, un saber teórico sobre las cosas, sino una experiencia conocida y vivida. Lo que enseñan es precisamente lo que han vivido, lo que están viviendo.

Si entendemos la universidad de esta otra forma, me atrevo a decir que hay muchos profesores y alumnos a nuestro alrededor. Pero muy a menudo estamos perdidos en medio de información, atrapados en un mundo frívolo y superficial, y cargados de tópicos y prejuicios. No hemos podido apreciar la sabiduría de las personas que teníamos delante y hemos sido incapaces de aprender de aquellos que con su testimonio nos daban una clase magistral. Esto significa que no hemos sido buenos alumnos, o sea, no hemos sido capaces de discernir cuáles eran las personas que nos aportaban cosas importantes y cuáles eran las que no nos aportaban nada relevante y podríamos prescindir de ellas.

Necesitamos asociaciones, entidades que, teniendo vocación universitaria, quieran asumir el reto de conectar personas.

Joan Badia decía que «no habrá innovación si no somos capaces de acercarnos a las personas que trabajan en el mundo de la educación -especialmente profesores- y que han intentado encontrar soluciones creativas. Cuando alguien tiene un problema delante, hay otro que se ha planteado ya el problema y lo ha intentado resolver. Sólo que intentáramos conectar al que lo ha intentado resolver con el que se lo encuentra, seguramente todos ganaríamos.

Pero no se trata de conectar ideas y soluciones, sino también personas». Esta seria una gran aportación universitaria, reunir personas para compartir conocimientos y, juntas, encontrar soluciones a determinados problemas, o encontrarse por el simple hecho de estar juntos y compartir la fraternidad existencial. Necesitamos asociaciones culturales que faciliten estos encuentros y posibiliten el acceso a los conocimientos a todas las personas vocacionales para aprender, aunque no sean universitarias en el sentido estricto. Entidades que sepan utilizar todas las alternativas posibles para difundir el saber en la sociedad (convocar tertulias, conferencias, artículos en los periódicos, utilizar programas divulgativos en los medios de comunicación social, acceso a museos, etc.).

Joan Viñas, cuando era rector de la Universidad de Lleida, decía: «formar personas con conocimientos, habilidades y actitudes transversales que las hagan competentes para liderar los cambios de nuestra sociedad, con ética y formación humana integral como personas adultas y con capacidad de autoaprendizaje. El título sólo es importante si va acompañado de estas competencias. Necesitamos emprendedores, y la universidad tiene que ser emprendedora y formadora de emprendedores». Y yo, de nuevo pregunto: ¿qué universidad?

¿Sólo las universidades públicas o privadas reconocidas por los organismos oficiales? Pienso que hay muchas instituciones que actúan como auténticas universidades, que son realmente emprendedoras, que forman hombres y mujeres que quieren transformar la sociedad y que no lo hacen con otro estilo, más libre, más informal, pero que dan respuesta a los retos de la sociedad y trabajan con rigor científico y académico.

Lluís Font, en una Cena Hora Europea organizada por el Ámbito de Investigación y Difusión María Corral, decía que «la universidad tendría que ser capaz de ayudar a la gente a crecer en sabiduría y en humanidad, a pesar de que los padres y los mismos estudiantes no lo pongan fácil, porque esperen que la especialización les facilite el acceso a un mundo profesional».

Y la psicóloga clínica María Martínez, en esa misma cena, remarcaba: «Y no hay duda que hay muchas realidades que ayudan a las personas a educarse en la adquisición de la sabiduría, teniendo en cuenta que hay sabios reconocidos, pero que hay otros sabios que, aunque no tiene el reconocimiento explícito, los podemos encontrar en la calle. Sabiduría que también está, por ejemplo, en las criaturas o en las personas que viven en el campo y que conocen la naturaleza; al fin y al cabo, sabiduría en la cotidianidad».

Cada vez estoy más convencido que lo que la universidad tiene que dar son hombres y mujeres sabias. Y la sabiduría no es sólo saber, es mucho más: es saber utilizar el saber, cómo dicen los autores, es el arte de vivir. La vida es más compleja que un simple conjunto de conocimientos, la sabiduría es una actitud que surge sobretodo de la experiencia, y esta no está hecha solamente de conocimientos, sino también de valores, acciones, creencias, emociones, deseos, principios, sentimientos…, en definitiva, de una mezcla difícil de destrenzar y que nunca es el resultado de agrupar o apilar todas estas cosas. Ni la sabiduría ni la verdad no son valores exclusivamente intelectuales, ni actividades puramente racionales, sino, sobretodo, una forma de tocar la realidad y gozar de ella.

La sabiduría viene de tener gusto, de saborear y, a la vez, de tener saberes. El sabio es, pues, aquel que sabe paladear las cosas, desde las más vitales y esenciales hasta las más insignificantes y pequeñas. Es esta capacidad de gozar, de sentir, de donde nace su capacidad de aprender, de saber. Parece que nuestra cultura ha perdido mucho la capacidad de saborear. Hemos aprendido muchos conceptos, mucha tecnología, e incluso nos hemos especializado en materias enteras, pero si no somos capaces de gozar de aquello que hemos aprendido, nos transformamos en personas llenas de conocimientos, pero sin la experiencia que da haber pisado la realidad de las cosas.

Hay muchas personas en nuestro mundo que son una universidad, porque han probado, saboreado, vivido: la libertad, la amistad, la fraternidad, la familia, la convivencia, materias todas ellas que construyen personas y crean civilización. No niego la importancia de otras materias de estudio, aunque todo en este mundo es interesante.

Encuentro lugares para aprender matemáticas, economías, filosofía, derecho, ciencias políticas, química, etc., pero no encuentro universidades donde pueda aprender a ser libre, a ser amigo o a construir familia.

Si, como dicen algunos autores, la sabiduría es un atributo del ser, tendremos que buscar profesores que nos enseñen a gozar y conocer lo que es más cercano a nosotros mismos: nuestro propio ser. La capacidad de darnos cuenta de la propia existencia es el punto de partida para vivir lo que realmente somos. La sorpresa de ser, cuando podíamos no haber sido nunca, es lo que nos abre la capacidad de sorprendernos por las cosas que nos rodean, por las personas y por los hechos. Y esta admiración es la que nos abre una sana curiosidad, que se transforma en verdadero motor del aprendizaje.

De aquí brotan muchas preguntas y respuestas y, sobretodo, el deseo y la motivación por continuar aprendiendo. Me atrevería a decir que la sorpresa, la admiración por todo lo que existe y saberse ubicar en la realidad son la base para alcanzar la sabiduría.

La sabiduría se va consolidando desde la soledad y el silencio, es decir, desde la reflexión profunda de la vida, de las cosas que escuchamos y que aprendemos. Nos falta escucharnos a nosotros mismos; la sabiduría de mí mismo.

La consciencia es saber de uno mismo. Esta especie de diálogo que el hombre establece consigo mismo nos permitirá saber quién somos, nos ayudará a conseguir una aceptación plena para poder utilizar las potencias, las capacidades de cada uno y llegar a ser aquello que realmente podemos ser.

Es obvio que el objetivo de educar en la sabiduría no corresponde únicamente a la universidad, sino que tiene que estar implicada toda la sociedad, desde una familia hasta las diferentes instituciones sociales y educativas, pasando por todos los cuerpos sociales intermedios y los de los grupos de educación del tiempo libre.

Pero, en estos momentos más que nunca, es necesario que la sociedad civil cree asociaciones de personas que crean que hay otras maneras de formarse para vivir. Qué juntemos personas contentas de existir, entusiasmadas por la creación, personas que viven apasionadamente los hechos, que desean estar al servicio de los demás aportando una experiencia conocida y vivida. Si la filosofía es la transmisión de lo que se ha pensado, de la historia del pensamiento, la sabiduría es el testimonio de lo que se ha experimentado, la experiencia misma de la vida. Si miramos a nuestro alrededor descubriremos que hay muchas entidades o asociaciones que funcionan como auténticas universidades, que nos educan en saborear la vida y todo lo que ello comporta, a entusiasmarnos con la tarea de investigación y de servicio a la humanidad. 

En definitiva, hay nuevas asociaciones, como la Universitas Albertiana – Interdisciplinar – Estudios Generales de Gandesa, que son verdaderas universidades que aceptan la realidad que existe como su aula magna, que capacitan al hombre para encontrarse con su complejidad y con la del mundo. Una realidad que es la que subministra los lenguajes para dar respuesta a las cuestiones, para saber extraer conclusiones de la gran cantidad de información que sufrimos, que ayude a la culturización de los ciudadanos, que sea el taller para resolver los problemas en su contexto más inmediato.

Una universidad que avanza en búsqueda de las respuestas que el hombre se plantea desde su propio yo y desde la realidad, sabiendo que no podrá resolver todos los interrogantes, pero si que llegará a un conocimiento mayor del ser humano, que lo lleve a querer más su existencia y la del mundo.

Jordi Cussó Porredón

Publicado en la Revista RE Catalana dedicada a «Repensar la Universidad»

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