Cuando escucho que Jesús murió por mis pecados, me cuesta aceptarlo porque hace dos mil años yo no había nacido. Mis incongruencias aún no rondaban sobre la tierra ni afectaban a nadie. Siento que Jesús murió porque su propuesta de amor, su lectura de la realidad que le tocó vivir, su coherencia, fueron tales que a “los poderosos” de entonces no les convenía que siguiera vivo. También contribuyó con su muerte el miedo. Sí, el miedo al cambio o el miedo a aceptar las evidencias que mostraban unos preceptos morales y unas leyes económicas y políticas que iban contra las personas.
Ese miedo no sólo lo experimentaron las cabezas políticas y religiosas, sino el propio pueblo que en ocasiones lo aclamaban y en ocasiones le temían y preferían quedarse al resguardo de lo conocido.
En todo caso, a Jesús lo mató la coherencia. El aceptar quién era y vivir en consecuencia con aquello que creía y que quería. Ante unas leyes y preceptos que marginaban a la mayoría de las personas y causaban seres enfermos e infelices, Él optó por quedarse en los márgenes y no tener domicilio fijo y hacer de su familia todas las personas que viesen la vida como Él. Amar desde Dios era el hilo fraternal que iba uniendo a quienes decidían seguir ese sendero.
Dos mil años después, las estructuras sociales y morales producen también personas enfermas e infelices. Somos humanos, debe ser que es parte de nuestra naturaleza crear estructuras que nos den seguridad a base de excluir. Aceptar el legado de Jesús no es ser otros Jesuses o Jesusas, sino ser cada quien uno y una misma. Esto implica ser, sintiendo qué nos dice nuestro tiempo, cuáles son las llagas que abre nuestra sociedad, hacia dónde se desplazan los márgenes, y estar ahí. Ser y estar. Siendo y estando, la realidad nos indica qué hacer. El cómo nace de la singularidad de cada uno y cada una, para eso tenemos distintos dones complementarios.
Jesús no murió por mis pecados, Él no querría que yo sintiera eso. A Jesús le mataron por ser Jesús. Y no se trata ahora de querer ser yo para que me den muerte. Se trata de ser yo para contagiar Vida. Su vida, y también su muerte, cobran sentido si yo le doy continuidad con mi propio estilo de vida. Si pongo en diálogo lo que Jesús sentía, hacía y decía con lo que yo siento, hago y digo.
Jesús no murió por mí: vivió y vive por mí. En mí.
Texto: Javier Bustamante
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza