Cuando los europeos descubrimos que había tierras al otro lado del tenebroso Atlántico, se acabó la que peyorativamente se dio luego en llamar le Era Medieval y se inició lo que los historiadores –llenos de Renacimiento– denominaron la edad Moderna a pesar de que en muchos aspectos era un retorno a la antigüedad clásica. Pero, esa edad Moderna terminó con la Revolución Francesa y el fenómeno Napoleón y dio paso, a su vez, a una nueva época que engoladamente, hemos llamado Contemporánea. Como si después de nosotros ya no fuera necesario inventar otros nombres para la Historia. Pero si grandes fueron aquellos acontecimientos de Colón, de Américo Vespucio y Juan Sebastián Elcano, no son menos grandes o más significativos aún y de mayores consecuencias, esa culminación técnica –y trágica– que representa la bomba atómica así como que el hombre pusiera tan felicísimamente su pie en la Luna.

¿Qué hemos de hacer, pues, con la baraja de nombres con que vamos apellidando el devenir del ser humano sobre la tierra, e incluso fuera de ella? Parecería raro que dejáramos para estas casi dos últimas centurias el nombre que tienen hasta ahora de «Historia Contemporánea» y buscáramos otro para esta nueva fase supertecnológica y espacial. ¿Cómo lo pasado podrá llamarse contemporáneo?

Urge, pues, encontrar un indicativo para este período de tiempo que ya ha dejado de ser contemporáneo nuestro y que abarca la Ilustración, la Modernidad. No la Postmodernidad. Está última, como la misma Perestroika rusa, no son más que consecuencia de la bomba atómica. Truman, lanzándola, no sólo acabó con la Guerra Mundial, sino que, con espoleta retardada, hundió inexorablemente tanto el comunismo real como la optimista modernidad, extrañamente extrapolada de la edad llamada propiamente Moderna que quedaba paradójicamente atrás junto al «ancienne régime».

Ojalá encontráramos y se aceptase por todos gozosamente, un nombre adecuado para este tiempo ido de cosas tan contradictorias como la revolución industrial y el romanticismo; las últimas boqueadas del imperio español así como de los colonialismos europeos: el imperio de la Informática y las ansias de libertad; los Derechos del Hombre y las guerras más grandes y crueles que ha habido y hay aún en la humanidad. Nos quedaría todavía el problema de cómo denominar esta era que empezó cerca del tercer milenio, que mantiene quietos, por miedo colectivo, los poderosos armamentos nucleares capaces de la destrucción total de la vida; tiempo en que hemos también enseñoreado la Luna.

Me parecería petulante seguir usando, ahora y en el futuro, el título de «Contemporánea», seccionados como la cola de una lagartija de los casi 200 últimos años.

¿No sería miopía frente al porvenir, obligar a los hombres del mañana a que corten otra vez una renacida cola culebreante para poder seguir asumiendo en los siglos venideros el insulso de contemporaneidad? ¿No vamos a encontrar padrinos imaginativos o algo poéticos que sean capaces de complacernos y hallen un nombre para esta nueva era en que estamos, marcada por la cara y cruz de, por un lado, empezar a dominar los espacios siderales desde ese primer escalón de la Luna, pero por otro el riesgo de la posible, asimismo, autodestrucción del género humano?

¡Ojalá encuentren ese eurítmico nombre para afianzar nuestra identidad! Es triste ir por la vida, sin nombre propio. ¿Qué sería de cada uno de nosotros si no tuviéramos un apelativo que nos distinguiera? Los meros tú y yo, nosotros y vosotros, serán muy metafísicos, pero son índices de una etapa aún pre-amorosa pues, precisamente, de la esencia del amor es poner nombres inventados y armoniosos a lo que amamos.

Excluyo un posible nombre: era lunática, por la connotación de locura que lleva consigo este adjetivo.

¡Historiadores, soñad una palabra adecuada y hermosa para nuestros tiempos presentes!

¡Ojalá reflejara también, junto a los avances científicos y antropológicos, nuestra ¡al fin! cordura solidaria, conseguida a fuerza de tanto sudor, sangre y lágrimas a través de la Historia!

Alfredo Rubio de Castarlenas

Publicado en:
Diario de Sabadell, julio de 1990.
Poble Andorra, julio de 1990.
Adelantado de Segovia, agosto de 1990.
La Montaña de San José, septiembre de 1990.
Catalunya Cristiana, diciembre de 1990.
Diario de Ávila, diciembre de 1990.
El Magisterio español, febrero de 1992.

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