(M c 9, 29 – 36)
El Evangelio de hoy es muy bonito en el sentido de que es muy práctico. A veces, cuando una pareja se casa y todos los amigos comienzan a enviar regalos, es difícil escogerlos. Y montan la casa, ¡pobres!, cargados de regalos que son bonitos pero inútiles, cuando tanta falta les hacía tener cosas que fueran necesarias. O bien la gente cae en la cuenta que va a necesitar un juego de café y entonces reciben 6 o 7. ¿Qué hacen con tantos juegos de café? En cambio, no tienen lo más elemental que son unos cazos.
Un verdadero regalo ha de reunir en él que:
-Primero, no que sea real sino que sea verdad. -Te voy a regalar tal cosa. Y luego nunca llega.
-Segundo, que sea bello, cuando más mejor. Y que sea útil también.
De manera que este Evangelio dice estas cosas que van a ocurrir y luego ellos se van andando. El grupo de los apóstoles es más o menos numeroso, va charlando en pequeños grupos – no pueden andar y estar hablando los doce -. Llegan a Cafarnaum y Jesús les pregunta: – ¿de qué discutíais por el camino?
¡Caramba! Parecería que después de lo que Él había dicho: “ me matarán”. O sea, que esa gente – a la que Él habla que se amen, que perdonen y que amen a Dios Padre- le matará por decir esas cosas, ¡qué absurdo!
-”Después de tres días resucitaré”. ¡Qué cosa tan sorprendente! Parece que los discípulos, de hablar de algo, hablarían de esto: -¿por qué se dejará matar, no podemos hacer algo para evitarlo?, y luego resucitar; ¿y qué es eso, qué quiere decir con eso? Ahora nosotros más o menos lo sabemos, pero en aquel entonces eso sonaba a chino.
Jesús les pregunta de qué hablaban. ¡Con qué tristeza se quedaría Jesús al saber, al decirle ellos que no hablaban de esto que les había comunicado! ¡Tan poco importante les parecía que le matasen a Él, tan poco importante que Él resucitaría! Y para colmo, ¿de qué hablaban?: de quién sería el más importante.
Que a Cristo lo hubieran matado -¡ahí películas! Hubiera resucitado
– ¡pues asunto suyo! Pero de los que quedaran por allí -decían ellos -, ¿quién sería el más importante?
¡Madre mía, qué desengaño el de Jesús! Él creía que estaban hablando de Él, de lo que iba a sufrir por ellos, sin embargo estaban hablando de quién sería el más importante.
Jesús se adapta a esas limitaciones humanas, a esa pequeñez del espíritu de los mismos que le siguen, que son llamados, que Él ha llamado para ser -nada menos- que columnas de la Iglesia. Él se abaja a estas ruindades, a estas pequeñeces, a estas mezquindades, y les contesta.
Claro está que cuando les pregunta de que hablaban por el camino, el Evangelio dice que ellos no contestaron pues por el camino habían discutido quién era el más importante. No contestaban, no se atrevían a contestar porque se dieron cuenta de que eran unos memos, que no tenían vergüenza. Por fin le dijeron el motivo por el que discutían. Jesús se sentó, llamo a los doce – no sólo a los 3 o 4 que hablaban de esto, sino a todos -, sin acusarlos, les dijo: “Quien quiera ser el primero…” En realidad, en el fondo, todos querían ser los primero. Por tanto, no hacia falta que nombrara a unos porque en el fondo eran todos. Se creían – por una razón u otra- más importantes que los demás: porque sabían más, eran más mayores, llevaban más tiempo con Jesús, porque una vez Jesús les dijo algo agradable, elogioso… ¡Todos ambicionaban ser los primeros! Entonces llama a todos y les dice: -”Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos”.
¿Qué quiere decir el último de todos? Si se ponen en fila, yo me pondré el último, pero ¿y por donde empieza la fila? Porque a lo mejor resulta que soy el primero, el primero de la derecha o de la izquierda. ¿Cuál es el último, el que se sienta en una silla más alta, más baja? Cristo lo aclara enseguida para que no quepa ninguna duda de quién es el último: el servidor de todos. El que movido por el amor se traduce en servidor de todos. Cuando uno llega a ser de verdad servidor de todos, entonces puede estar seguro de que es el último. Para Dios entonces es primero.
¡Servidor de todos!
“Y acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo…” Es hermoso ver como Jesús llama a un niño y lo abraza. Vemos ahora muchas fotografías del santo padre cogiendo y abrazando a los niños en África. Jesús tomó al niño, lo abrazó y les dijo: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí”.
Los hebreos, al revés que los griegos, se entendían mejor con imágenes. Eran poetas, sabían hacer metáforas, parábolas… así explicaban las cosas. En cambio, los griegos, inventaron la filosofía, razonaban, pasaban horas y horas, peripatéticos, en la escuela de Platón, de Sócrates, de Aristóteles, caminando con sus discípulos y razonando en conceptos abstractos. Los hebreos no. Ellos para entender una cosa tenían que traducirla en imágenes que pudieran ver, oler y tocar. Por eso Jesús, adaptándose a esa mentalidad hebrea que era la suya, les dice lo de acoger a un niño como
ése. Así se entiende que ser el último, el servidor de todos, es hacerse un niño porque en aquella sociedad verdaderamente era el último mono y tenía que servir a todos. No tenía ningún derecho. Estaba claro que el último de todos en una familia era el niño y era el más pequeño. Ése era el último. Eso lo entendían, lo vivían cada día.
Jesús les dice que han de ser como ese niño, el último de todos porque sirve a todos. Así pues:- “El que acoge a un niño en mí nombre, me acoge a mí”. Es decir, el que es el último de todos es Él, o sea, puede estar seguro que está en Él, y Él en él.
“El que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”. Esto es muy importante, muy importante.
Cristo vino a este mundo a enseñarnos por revelación lo que el hombre podía sospechar y esperar: aquel Dios tremendo, de una impotencia infinita y creador del universo, no era un monstruo que tragara viva a la gente, como esos dioses mitológicos que se comen a sus hijos, se desentienden de ellos o les dan un puntapié, como en aquella obra tan hermosa de aquel dios tremendo que está dando un puntapié a una criatura. Fue realizada por un escultor noruego y está en un parque dedicado a él en Oslo .
El Dios verdadero, el Dios de Isaac; el Dios de Abraham no es así. Era una sospecha, era una esperanza… Jesús viene a revelarnos que Dios es Padre, que nos ama y que está preparando unas mansiones muy grandes donde todos cabemos. Nos espera, nos perdona, nos prepara un Cielo y nos ama.
Vino para dejarnos con Él, por Él, y en Él la carretera expedita para poder llegar a conocer a Dios Padre.
Siendo el último es como entonces Cristo y yo somos uno, por eso, puedo empezar a conocer a Dios Padre, que para eso vino Jesús. Siendo el último y siendo servidor de todos.
Bien, este domingo reconozcamos humildemente que siempre estamos a un paso de caer en la tentación de querer ser primeros. ¿Valemos más que los demás, que todos nos tienen que hacer “ rendez – vous”? Somos más que los otros sino por lo que somos, al menos, por lo que estamos seguros de llegar a ser: porque tengo unas cualidades que no tienen otras personas, las tengo en mayor grado o soy más perspicaz, más listo, o porque la vida me ha de recompensar a mí más que a otros seres humanos. En el fondo de nuestros sueños; ¡qué vanidosos somos, que
orgullosos somos!
Como digo, que en este domingo, esta Eucaristía nos ayude a querer ser los últimos, es decir, servidores de todos. Porque solo así soy uno con Cristo. No puedo ser uno con Cristo si soy de otra manera. No puede ser. Porque Cristo es como este niño: -quién recibe a este niño a mí me recibe. Me tengo que hacer como niño, y entonces somos una sola cosa Cristo y yo. Solamente así accederé a ser amigo directo de Dios Padre, del Señor de los profetas, ¡tan grande! Entonces, siendo su amigo, teniendo la puerta abierta para acceder a Él, ¡qué sorpresa encontrarme con ese Dios que es tan Señor, este Dios Padre que – a la vez- es Roca Viva, que es la densificación máxima de la realidad! Entonces, uno se apoya en Él. Todo lo que existe parece como una nube de la realidad, nada más que eso porque hemos encontrado una realidad verdadera y plena: ese Dios que habla, que es persona, tan grande que es mi Amigo. Pero solo siendo el último, uno con Cristo, puedo acceder a vislumbrar este Misterio Increado de Dios Eterno.
Vale la pena hacerse el último, ser el último. Bien vale la pena servir a los demás. ¡Además, es la mayor alegría, si eso se hace por amor! ¡La mayor alegría! Bien vale la pena esta alegría. En lo que cuesta alcanzar esa alegría, ¡bien vale la pena para ver a Dios Padre cara a cara!
Este Evangelio es un regalo verdadero, bello y útil. Es realidad de realidades, es bellísimo y es tremendamente práctico.
Mirad un grupo de gente cualquiera, una familia, un grupo de personas -de donde sea- conviviendo: si nadie quiere ser primero, todos son últimos, todos se desviven en servir a todos los demás, entonces, se cumple eso de amaos los unos a los otros. Amarse significa – comporta- servirse unos a otros. Eso es un Cielo. Basta que en una comunidad, en una familia algunos quieran ser primeros: se rompe todo este encanto maravilloso. Porque si quieren ser los primeros, obrarán como tales, querrán que los demás sean posteriores a ellos, dominarán esclavizarán, obligarán y forzarán. Ya se ha roto todo, no puede haber paz. No puede haber amor, no puede haber armonía, no puede haber felicidad.
Cuando todos se sienten últimos, ¡bueno!, por dificultades que haya, todos se ayudan, todo se revuelve. A mí me emocionó el otro día pensar que a las tres y media de mañana, cuando dieron la noticia de la muerte del padre de Leticia en México, había que coger aquel único billete que quedaba, que tenía que pagarlo a las siete de la mañana, y que costaba una barbaridad. Había que pagarlo, no se podía coger ida y vuelta, ni se podía hacer ninguna combinación de ésas de billetes baratos. Y había que pagarlo a las siete de la mañana, de noche. Pero ¿dónde hay ese dinero?, y segundo, ¿en metálico y disponible a las cuatro de la mañana? Telefoneamos a Barcelona, se despertó y se movilizó a la gente y entre todos, llamando a unas puertas y a otras, se reunió el dinero. A las siete de la mañana se pagó y a las siete y media estaba el billete en Madrid.
Todos se sirven, se ayudan. Todas las cosas inesperadas que puedan venir, se solucionan. Basta que alguno o algunos quieran ser primeros, ya se fastidió todo. Basta que haya uno que quiera ser primero, incluso que los demás lo acepten, ¡Aaayy! Quizá le respeten, pero en el fondo del corazón todos querrán en un momento dado sustituirle. Cada uno piensa: -Cuando desaparezca, cuando muera – y si tarda mucho ya lo mataremos para que así quede la vacante antes para sustituirle también-, como hubo un primero, pues tendrá que haber otro primero, y ése tendré que ser yo. Sólo hay paraíso en un grupo de personas, familia o el que sea – fábricas, trabajadores, amigos, clubes … – si no hay primeros, si todos quieren ser últimos. Las cosas funcionarán así, fraternalmente. Padre solo hay uno que es Dios, lo dice Jesús: ¿por qué me llamáis Padre? Padre uno sólo:
Dios Padre. Ni Él siendo el verbo se atreve a llamarse Padre: ¡Abba! Fraternalmente.
¡Qué maravilla tener este secreto! Los alquimistas en el medievo iban detrás de las piedra filosofal para convertir las cosas en oro. Ahora consiguen las permutaciones de un mineral a otro, de helio a oro, lo que sea, por combinación de átomos y la fisión. Ahora acaban de descubrir – y están muy contentos – que los protones y los neutrones también se pueden deshacer en partículas desconocidas hasta ahora. Con eso se va a poder manipular más la materia. ¡Qué hermoso es saber algo tan sencillo y tan maravilloso!
Dónde nadie quiere ser primero, todos son últimos, todos se aman y se sirven unos a otros, transmutamos el mundo en Paraíso.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del domingo 22 de septiembre de 1985, en Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra