Se llama Francisca y nace el 15 de julio de 1850 en el hogar de Agostino y Stella en Sant’Angelo Lodigiano, en la región de Lombardía, Italia. Es la menor de 13 hijos, su nacimiento es prematuro y tendrá una salud delicada toda la vida.

Siendo niña Francisca oye hablar de los misioneros que van a China y ella quisiera ir también. A los 18 años termina los estudios que le permiten poder trabajar como maestra de escuela. Francisca desea ingresar en la congregación donde ha estudiado, pero no la admiten por mala salud. Toma contacto con otra comunidad para su admisión como religiosa pero tampoco la aceptan por la misma razón.

Un sacerdote que la conoce mucho y la admira por su labor en la enseñanza, le pide que trabaje en un orfanato, pero este trabajo es muy difícil porque encuentra muchos obstáculos para llevar adelante esta responsabilidad, obstáculos que vienen de personas que trabajan al interior de este lugar.

Su presencia en el orfanato, aunque fue complicada da fruto pues varias de las jóvenes de este lugar desean seguir a Cristo entusiasmadas por el ejemplo de amor y generosidad de Francisca. Con ellas en 1880 funda una nueva comunidad que se llamará Hermanas misioneras del Sagrado Corazón, tomando como inspiración al misionero jesuita San Francisco Javier. Cuando Francisca hizo sus votos religiosos con sus compañeras, tomó el nombre de este gran evangelizador. El tiempo pasa y en el corazón de Francisca Javiera sigue latiendo el anhelo de su niñez: la misión en China.

Sin embargo, no es fácil compaginar los anhelos de su niñez con misiones evangelizadoras que emergen y que podrían ser también prioritarias para la Iglesia y la sociedad. Mons. Juan Bautista Scalabrini, obispo de Piacenza, había fundado la sociedad de San Carlos para acompañar pastoralmente a los italianos que partían para Estados Unidos buscando trabajo y un mejor futuro para sus hijos. Él le pide a Francisca Javiera que envíe algunas de sus religiosas a colaborar con sus sacerdotes.

Ella necesita pensarlo despacio y tomar consejo de quienes merecen su confianza y que podrían ayudarle a discernir qué decisión tomar. Entre los consejos que le dan y que resuenan con lo que ella vive en su interior una persona le dice: “no al oriente sino al occidente”.

Francisca Javiera cruza el Atlántico por primera vez con seis religiosas de su comunidad desembarcando en Nueva York el 31 de marzo de 1889.
No son únicamente italianos los que emigran a Estados Unidos en esos tiempos: europeos de diversos países emigran también, viviendo en situaciones de precariedad. Cuando llegan Francisca Javiera y sus hermanas, había unos 50,000 italianos sólo en Nueva York y alrededores.

Los comienzos fueron complicados, pero esto no impide que a través de los años su labor se extienda por varias ciudades de Estados Unidos y también en América Latina y Europa. Para el año 1907, en que las constituciones de su comunidad fueron aprobadas definitivamente, la congregación estaba presente en ocho países y Francisca Javiera había hecho más de cincuenta fundaciones, estableciendo escuelas gratuitas, estudios de enseñanza secundaria, hospitales, orfanatos… y no sólo trabajando entre la población italiana. Francisca Javiera y sus hermanas van a donde las necesitan infundiendo esperanza y la certeza de que todos somos amados de Dios.

Francisca Javiera muere durante uno de sus viajes a Chicago, el 22 de diciembre de 1917. Ella sigue siendo hoy lo que ya era para los que la conocieron y amaron: madre de los emigrantes. Hoy, Francisca Javiera, Madre Cabrini como es comúnmente conocida, sigue, en muchos lugares del mundo, inspirando a sus hermanas en la labor evangelizadora; en la educación, cuidado de la salud, presencia en medio de los más desfavorecidos y sin privilegios, luchando por su dignidad y derechos. Trabajando al lado de los niños, jóvenes, adultos, mayores… Llevando el amor compasivo de Jesús que revela el rostro del Padre.

Francisca Javiera no pudo llegar a China, como tampoco pudo varios siglos antes su amigo Francisco Xavier. Otros sí lo han logrado, trabajando de manera fecunda… Quizá, lo esencial es, allí donde estemos, ser presencia que infunde esperanza.

Texto: María de Jesús Chávez-Camacho Pedraza
Pineda de Mar (Barcelona)

 


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