“De esta no saldremos sin heridas.”

Esta fue la intuición vital que se encendió en mi interior cuando se constató que esta no era una falsa alarma más, que esto que hemos terminado denominando con familiaridad “pandemia” iba en serio y que el futuro era imprevisible de un modo nuevo para nuestra generación. Si había ocasión, aún añadía: “quien salga solo con arañazos, estará de suerte; y solo nos queda desear no estar entre aquellos a quienes tocarán heridas desgarradoras porque, inevitablemente, a algunos tocará…”

Tiendo a desconfiar de las alharacas sensacionalistas que han proliferado en los últimos años, alimentadas por las fake news, las TIC y las redes sociales. Pero siento que, por culpa de eso, termina cumpliéndose una vez más aquello de Pedro y el lobo. Tanta amenaza vana difundida frívolamente, que cuando llega una de verdad, no le hacemos caso hasta que ya la tenemos encima. Ese es el problema de jugar con la mentira: que siembra un campo de minas en la sociedad, haciendo peligrar la confianza y la credibilidad. Y desconfiados, escépticos o paranoicos, somos mucho más débiles.

Nos fortalece reconocer en voz alta nuestra vulnerabilidad y nuestra fragilidad. Nos fortalece expresar en alto nuestros temores. Los miedos silenciados se hacen poderosos, son invasivos y generan inseguridad. Los temores compartidos —en su debida mesura—, alivian, se redimensionan, pierden expansión. Tanto daño hace callarlos como no sacárselos de la boca.

No se trata de provocar el pánico colectivo, sino de permitirnos la expresión de aquello que nos inquieta para poderlo poner en diálogo con otras miradas, con otras sensibilidades, con otros saberes. Con todo ello, a menudo, lo ponderamos mejor y nos pertrechamos para darle cauce adecuadamente y que se mantenga en niveles controlados. Recordemos que sentir miedo no es, en sí, nada negativo. Forma parte del sistema de defensas de la persona. Tan solo hay que cuidar con no desarrollar una especie de enfermedad autoinmune, de tal modo que los miedos ataquen nuestras fortalezas.

En las últimas semanas he oído mucho hablar de miedo e incertidumbre. En el contexto que vivimos —y que sufrimos—, no son ajenos entre sí. La común carga de incertidumbre que conlleva la vida humana se ha acrecentado exponencialmente. Sumidos, además, en esa tentación de todos los tiempos que hace al humano creerse más poderoso de lo que es, la situación que vivimos nos ha descabalgado. Toca volver a mirar la vida a ras de suelo, la posición de la humildad.

Es cierto que el nivel de incertidumbre es tan alto que difícilmente no vamos a percibirlo como una amenaza grave que active nuestro miedo. Así que hay que centrarse en los recursos que tenemos para responder. Identificar bien cuáles son y cuáles no, porque de ahí es de donde beberá la fortaleza en forma de resistencia, esa que tanto cantamos al inicio del confinamiento y que también es aplicable a sostenerse en la incertidumbre.

Repaso algunos de los lugares comunes que hemos estado oyendo (o transitando). El primero, que solo valoramos las cosas cuando las perdemos. Pues miren, no necesariamente. Esa solo es una de las formas de aprender lo que es valioso. Desde esa posición de la humildad, percibimos tantas cosas como un regalo, como algo extraordinario o maravilloso, que no necesitamos perderlo para ser conscientes de que es un tesoro. Es el orgullo el que no permite reconocer un bien valioso en sí mismo, y no solo ante su carencia.

El segundo es eso de que esta situación nos hará mejores. O peores. Pues miren, que tampoco. Que ni esta ni ninguna pandemia, de sí, nos hace ni mejores ni peores personas. Dependerá, como siempre, de lo que hagamos con lo que nos sucede, con lo que nos toca vivir. Y eso me lleva al tercero.

Un joven avispado me preguntaba mi opinión acerca de lo que estaba leyendo en distintos lugares: que esta coyuntura nos enseñaría, por fin, ciertas cosas. A lo que, casi como un resorte respondí: la vida no puede enseñar a quien no quiere aprender. Le decía que, a copia de años, constataba el nivel de estupidez del que puede hacer gala el humano. Que me gustaría poderle decir que seguro que sí, que de esta era imposible que no aprendiéramos ciertas cosas. Pero que honestamente no podía hacerlo. Porque aprender, a veces implica cambiar. Y eso no es tan fácil de querer.

No obstante, lo que sí le podía reconocer era que se daba una oportunidad, lo que no es nada despreciable. Buscando no parecer más desesperanzada de la cuenta (el vicio por defecto del realista), le señalaba que algunos temas, ninguneados hasta hace nada por la mayoría, volvían a estar sobre el tapete. Y que la cuestión a elucidar era qué pasaría, o mejor dicho, qué haríamos con ellos: abordarlos y reorientarnos o volver a sepultarlos despistando por medio de entretenimientos de toda índole.

Esta oportunidad señalaba un cuarto, y por hoy último, lugar común: que de esta no se sale solos. ¡Pues claro! Ni de esta ni de ninguna. Porque el humano no es un ser aislado, ni meramente individual. Solo sumando miradas, saberes, capacidad, habilidades, etc., lograremos fortalecer nuestra capacidad de respuesta y de resistencia. Solo volviendo a ser humanos, salvaremos la (nuestra) humanidad.

Días atrás, en un tren, una mujer madura preguntaba en alto dónde debía sentarse porque, reconocía en seguida, estaba tan nerviosa que no era capaz de verlo en su billete. Antes de que terminara de decirlo, otra algo más joven, se había levantado y la acompañaba a su asiento. Rápidamente llegó la confidencia: “mi madre está muriéndose y no sé si llego a tiempo, lo había superado pero…” A lo que la otra le respondió: “yo me vine por lo mismo y cuando la he visto subir, no sé por qué, pero he pensado que era lo que le pasaba”. El sollozo incontenible de la primera contrastaba con la emoción contenida de la segunda que se disculpaba por no poder abrazarla, pero la sostenía con la mirada…

Nos adoptamos unos a otros en tanto que humanos. No solo damos la mano a alguien porque es lo que quisiéramos que hicieran con nosotros o con los nuestros. Se la damos, porque es lo humano. Porque cuando no estamos atrofiados en nuestra humanidad, ese el impulso que nace de un corazón razonablemente empático. De un ser humano.

Heridos de incertidumbre, sí. Pero firmes en una certeza: la humanidad es lo que nos salva, porque es lo que hace que vivir, merezca la pena.

Natàlia Plá

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