Edgard Morin es un filósofo francés casi centenario. Su longevidad ha ido acompañada de una maduración en el pensamiento que lo hace especialmente creíble. Definido como “el filósofo de la complejidad”, uno de sus aforismos dice: “Es necesario reconocer la complejidad de la realidad y la realidad de la complejidad”; el transcurso de los acontecimientos actuales ha ido ratificando este brillante razonamiento. Efectivamente, la realidad es compleja y, a veces, muy compleja. Tanto la pandemia como las consecuencias políticas, económicas, sociales, culturales, religiosas que de esta derivan, son muy complejas. Incluso lo que ha hecho pensar si este virus no ha sido diseñado en un laboratorio es su simplicidad intrínseca, tan artificial como poco humana.
Decisión y error
No es fácil decidir, pero cada día la vida nos lleva a tomar decisiones. Y podemos errar y, de hecho, erramos. Quizá erramos más veces de las que acertamos. Pero, como escribía un autor renacentista, “más vale hacer y equivocarse que no hacer y equivocarse”. La tendencia a simplificar en exceso las cuestiones complejas ha creado una mentalidad difusa, pero débil. Probablemente es una contaminación del pragmatismo, según el cual el interés e importancia de un concepto reside únicamente en los efectos directos que consideramos que pueda tener la conducta humana, lejos de una segunda reflexión. Y esta mentalidad puede ser también fruto de la persistencia de un pensamiento analítico que busca exclusivamente hacer una disección de la realidad en partes, olvidando el todo.
Los que son persuadidos por estos dos elementos –pragmatismo y pensamiento sistémico excluyente- nos quieren convencer que casi todo es previsible. Pero la pandemia provocada por el coronavirus y sus trágicas consecuencias, más allá de algunas voces solitarias que ahora reconocemos como proféticas, no era vivida por la mayoría de la humanidad como previsible. Morin, en su artículo Festival de incertidumbres, escrito a raíz del Covid-19, sostiene que “la experiencia de las irrupciones de aquello que es imprevisible en la historia no ha penetrado en absoluto en las conciencias”.
Creer por familiaridad
Podríamos preguntarnos por los motivos de esta impermeabilidad; también son complejos: ya en el siglo XVIII David Hume sostenía que las creencias no se basan en la racionalidad, sino en la familiaridad. Y ponía como ejemplo la salida del sol: si creemos que volverá a salir mañana, no es por un razonamiento lógico, sino porque estamos acostumbrados al hecho de que cada día vuelva a salir. Creer que los astronautas no llegaron a la luna (como algunos han sostenido y difundido y no pocos acríticamente se han creído) no se basa en la lógica, sino en el hecho de que estamos acostumbrados a ver la luna como un astro inalcanzable. Y sabemos que ni la luna es un astro que brille con luz propia, ni es tampoco inalcanzable. De pequeño, en primaria, el curso 1966-67, el profesor nos explicaba, a través de una operaciones matemáticas prácticamente incomprensibles para nuestra edad, que era imposible llegar a la luna. Sólo dos años después, en el verano del 1969, se llegó.
Hiperespecialización o transdisciplinariedad
Morin, en el artículo citado anteriormente, se pregunta “cómo confrontar, seleccionar, organizar los conocimientos de forma adecuada y relacionarlos, integrando en ellos la incertidumbre. Todo ello que nos parecía separado está entrelazado y una catástrofe sanitaria convierte en catástrofe en cadena la totalidad de aquello que es humano. Y concluye que la ciencia está agobiada por la hiperespecialización, que provoca cerrazón y separación en compartimientos los saberes especializados, en lugar de buscar la comunicación entre ellos.
En otros lugares Edgard Morin ha defendido el método de la transdisciplinariedad y ha hecho suya la definición del físico rumanés Basarab Nicolescu (1996) que sostiene “la imperiosa necesidad de proponer, vivir, aprender y enseñar un pensamiento complejo que vuelva a tejer las disciplinas como posibilidad de humanidad en complitud. Sólo de esta forma se vencería la eterna limitación y fragmentación del sujeto separado de sí mismo en la búsqueda del conocimiento”. Un posicionamiento que puede llevar a un humanismo degenerado.
En el artículo, Morin propone también que la nueva vía política-ecológica-social que a partir de ahora se abre, debería estar guiada por un humanismo regenerado. No describe los postulados de este nuevo humanismo pero, como hemos visto, ya ha establecido las líneas de fuerza: la complejidad, la apertura a la imprevisibilidad o un método verdaderamente transdisciplinario de acercamiento a la complejidad.
Finalmente el filósofo francés se pregunta: ¿habrá una nueva huella de vida en convivencia y amor hacia una civilización en la que se despliegue la poesía de la vida, en la cual el “yo” se expanda en un “nosotros”? La poesía de la vida debe ser el reconocimiento, mediante la belleza, del misterio en el que vivimos inmersos. Se pone de nuevo en relieve el aforismo de Dostoiewsky, “La belleza salvará al mundo”. La expresión del “yo” ante un “nosotros” debe ser el reconocimiento de la fraternidad existencial que define la línea editorial de la Universitas Albertiana y que en el confinamiento a escala mundial se ha hecho especialmente presente. Efectivamente los postulados del realismo existencial y las consecuencias que de este se derivan, pueden ser una magnífica herramienta de interpretación y un oportuno posicionamiento de gozo sereno ante la realidad. Quizás sólo desde ellos se pueda ir esculpiendo este humanismo regenerado que propone Edgar Morin.
Jaume Aymar