“Esta es mi silla”, “yo tengo todo el derecho a ocupar este asiento”, “desde siempre esto ha sido para mi”, “yo tengo derecho de toda la vida a estar aquí”… ¡Cuantas afirmaciones arriesgadas e incluso algunas de ellas absurdas! Si en la vida ordinaria estas actitudes nos parecen prepotentes y de un dominio inmerecido, cuando las atribuimos a nuestra relación con Dios, acompañadas de tantas exigencias, todavía es más absurdo.
¿Por qué no nos preocupamos más en pensar el por qué estoy aquí, o pensar qué don Dios me ha concedido para que yo pueda estar aquí i ahora en este mundo? Muchas veces la gratuidad y la libertad de Dios contrastan con la opinión que yo tengo sobre la gratuidad y la libertad. Fácilmente pretendemos atar de manos a Dios, creyendo que nosotros somos imprescindibles y necesarios.
Dios soñó para los humanos un mundo de paz, de alegría y de paraíso, pero esto lo hemos trasmutado y manipulado de tal manera que poco se parece al proyecto originario de Dios. Lo hemos convertido en algo muy distinto a lo que Dios sueña para nosotros. La creación del ser humano es una maravillosa y sorprendente realidad, distinta a la creación de la naturaleza con sus mares, sus montañas, bosques, animales, etc.
Dios dotó al hombre de una capacidad de libertad desconocida en el universo. Libertad humana que se conjuga con la libertad de Dios. ¡Qué gran contenido de comunión representa para los humanos! Dios seguro que soñaba con unos hombres y mujeres “de paraíso”, así es como nos lo describe el libro de Génesis.
El proceso ideal de crear una humanidad llena de amor, contrasta con tantos desamores y rebeldías de los humanos que nos parece como si Dios fallara ante la gran fuente de caridad que es Él mismo.
Lo que Dios sueña para el hombre no siempre se cumple, a causa, precisamente, de la libertad humana. Pero si los humanos no fueran libres, serían como meros robots del designio divino. A pesar de que no somos lo que dios soñaba, Él nos ama infinitamente y no escatima esfuerzos para que seamos redimidos por medio de la Pasión de Cristo y su Resurrección. Ciertamente se trata de ese Dios humilde y cercano a la humanidad el que nos conduce a la redención. ¡Cuán necesaria es la gratitud de los humanos para con Dios! Es la misma humildad que Dios tiene para con nosotros lo que nos salva.
La redención no se entiende si no es desde la gratuidad (Dios, lleno de amor desinteresado quiere salvarnos), y desde la gratitud que es uno de los grados más sublimes de la humildad. Tampoco se entiende si no es desde la alegría; no olvidemos que la muerte redentora de Cristo conlleva una resurrección redentora. Las infidelidades de los humanos en forma de odios, guerras, hambres, desconsideración, iras, celos… parece que frustren el plan de Dios. Sin duda todos estos acontecimientos de anti-caridad alteran los planes de Dios. Alfredo Rubio comentaba en una charla que dio el 25 de abril de 1991 en Talanquera: “¡Qué humildad reconocer que yo y todo el mundo con sus pecados frustramos continuamente los nuevos planes de Dios! Entonces naturalmente, visto que somos culpables de frustrar los planes de Dios, de que no nazcan los que Él deseaba, pues tenemos que hacer penitencia al máximo para reparar este daño. (…) Reconociendo el daño que uno ha hecho, pues, es otro grado de humildad” Por tanto esta penitencia no es otra –indica Alfredo Rubio- que esforzarse en ser santos para resarcir a Dios por todos los pecados míos y de los demás.
Dios nos ha creado, a pesar de no ser los que Él hubiera deseado. Son otros que Él ha creado a pesar de todo. Nosotros, en este contexto de humildad, es decir de santidad, a partir de la gratitud, de la alabanza, de la paz y de la alegría, podemos resarcir el camino. Nos abrimos al Espíritu que es el que nos ayuda a avanzar hacia la santidad. No se puede ser santo desde la vanidad, sino desde la humildad y por la penitencia. Ésta no consiste en darse azotes o terribles privaciones sino en un constante acto de amor al prójimo, amar a pesar de todo, aunque no exista correspondencia e incluso haya anti-amor. Debe ser un gozo amar como Dios nos ama. Poder colaborar a que se realice el verdadero “paraíso” que Jesucristo inaugura.
Texto: Josep M. Forcada
Fuente: Nuestra Señora de la Paz y la Alegría