Sí, regaladme un perro,
un perro todavía joven
que a pesar de su pronta ancianidad me sobreviva.
Yo, que ya empiezo a ser
un anciano en edad.
Así habrá, bien seguro,
quien me llore en mi tumba.
¡Ay, perros fieles, cariñosos!
cuántas lecciones dais en este mundo
a estos gigantes que se llaman hombres
que os rodean y menosprecian.
Sois criaturas transparentes
del Hacedor.
Dios nos mira a través de vuestros ojos grandes
y os da una cola para que sepamos, cierto,
cuando El está contento con nosotros.
¡Pero qué suerte
tener hijos e hijas,
y hermanos y amigas y amigos
que son leales igualmente;
que son mano tendida
por donde Dios acoge. Y se da.
Venid perros amigos.
Venid amigos más que perros,
venid amigos ángeles,
que me muero y estoy muy solitario.
Una lágrima vuestra
–¡una tan sólo!–
repleta de ternura
es signo verdadero, e infalible
de una amorosa eternidad
que nos espera.
Alfredo Rubio de Castarlenas