Jn I, I – I8

Estamos en este domingo en el prólogo del Evangelio de san Juan, que es hermoso. Nos presenta a Cristo, el logos hecho carne, el nuevo Adán. 

Vemos un paralelismo entre todo el Viejo Testamento y todo el Nuevo Testamento. Cómo Cristo – el nuevo Adán- realiza todo lo profetizado en el Viejo Testamento. Este Logos se hace carne: Adán. En Adán primero, obra de Dios, obra de tomar Dios este universo y hacer barro, o sea, toma el universo y le insufla la vida a Adán, y éste empieza a existir.

La insistencia que vemos en Mateo, en Lucas, en los Evangelios de la infancia es: María es como el barro de la humanidad, un barro puro, como lo era el que tomó Dios recién hecha de sus manos la Creación, todavía no contaminada por el pecado fruto de la libertad del hombre.

Con barro puro hizo a Adán, le insufló la vida; con barro puro María hace el nuevo Adán y el Espíritu Santo le insufla la vida. Después ese pueblo esclavo en Egipto por la malicia de los poderes de este mundo, cruza el Mar Rojo y va a la Tierra Prometida. Así Jesús también en Egipto, por la presión de los poderes de este mundo que lo tienen esclavizado para matarlo, cuando puede se libera y vuelve a la Tierra Prometida. 

Adán, en aquella primera fase, pasa a todos los animales por su vera. Dios luego hace que venga junto a Él otro ser humano – sólo había uno entonces -, Eva. Otro ser humano a hacerle compañía, a escucharle. A Cristo lo vemos en Belén y tiene por compañía las estrellas, el firmamento todo, el mundo todo y todos los animales del campo: allí están el buey, la mula, el asnillo… toda la Creación está a sus pies desde aquella cueva de Belén. Pero Dios suscita también que vayan seres humanos, no sólo María y José, sino otros seres humanos: los pastores – que representan al pueblo de Israel- y unos Magos, que la tradición ha puesto de todos los colores de las razas para significar el mundo entero. Todos los hombres van allí a hacerle compañía. No sólo en Adán van todos los animales, en este segundo Adán, además de toda la Creación, van todos los hombres de todos los continentes. 

Vamos viendo ya en los Evangelios de la infancia cómo se esfuerzan en magnificar, ampliar, en luz plena y total de la Revelación lo que ya estaba apuntado en esta obertura, en esta sinfonía que recoge todos los temas en tono profético de Jesús y que es el Viejo Testamento.

Podríamos seguir así esta comparación del Viejo y del Nuevo Testamento. Lo que ocurre con el nuevo Adán es que no cae en pecado: en todo menos en el pecado. Él, que es el liberador, no podía estar prisionero; Él que es libre – libre de toda culpa-, viene a rescatarnos. Ahí entonces ya no hay un paralelismo magnificado con el Adán primero – como ocurre en la primera fase en que en Adán no hay pecado- sino que a partir de que Adán peca, lo que hay es un claroscuro. Hay un paralelismo, cierto. Pero lo que en el Viejo Testamento es sombra, aquí es todo luz. Si allí hay un ángel que dice: “fuera del paraíso”, aquí hay uno que acompaña a los pastores, una estrella que anuncia a los reyes que el Paraíso está abierto de nuevo, el Reino de Dios está cerca. 

Podíamos ir siguiendo entonces este paralelismo de claroscuros a lo largo de la vida y llegaríamos hasta el final, donde en los Macabeos está el último profeta que da su vida. Es también un paralelismo lleno ya de luz, aunque con algunas sombras porque lo hacían por una concepción del Reino muy distinta. Pero es también este paralelo en claroscuro de la muerte de Cristo en la cruz. 

Si todo el Nuevo Testamento es la Resurrección del Viejo, con la Resurrección de Cristo se abre también la Resurrección de todo el Nuevo Testamento. Muy hermoso. Muchas cosas nos sugieren este Evangelio de hoy de Juan. Tanto sugiere, que no cabe todo en el molde de una homilía dominical. Ojalá que nuestro corazón se ensanche para que en él, quepa todo. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del sábado, 4 enero de 1986. Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

 

Comparte esta publicación

Deja un comentario