I Jn 4, 19 -5, 4
En este día hay esta lectura que hemos oído. Me gustaría subrayar nada más que las primeras líneas. En la lectura de la Carta de San Juan dice que nosotros amemos a Dios porqué Él nos amó primero. Carambas, eso es muy serio: nos amó primero. O sea, que si una persona cualquiera nos quiere, nos muestra un servicio, una amabilidad, es de gente bien nacida decir sí. Primero él ha tomado la iniciativa de tener una atención conmigo, entonces le tengo que corresponder, me siento contento, agradecido de esto. Si esta persona es nada menos que ¡Dios mío!
Hace años el rey don Juan Carlos me llamó para una condecoración por un hecho. Yo decía: qué bien, el rey de España me llama. Fui a Madrid para que me diera esa condecoración que, la verdad, no sé donde está. Debe estar en algún rincón de casa. Pero bueno, al fin y al cabo, mira, una persona como nosotros le ha tocado ser rey. Pero ¡Dios! no es una persona como nosotros. Jesús, que es un hombre como nosotros, ¡pero carambas!, el Verbo hecho carne. Y Dios es el que nos llama y nos ama primero. ¡Carambas!, cómo no le vamos a amar, ¡pues claro que sí!, es que no seríamos bien nacidos.
Bueno, amemos a Dios porque Él nos amó primero. Pero no es eso precisamente lo que quería comentaros sino lo que viene a continuación. Lo siguiente que viene dice: “Nosotros amemos a Dios porque Él nos amó primero”. Si alguien dice: “Amo a Dios” y aborrece a su hermano, es un mentiroso: “Un hipócrita”. Lo dice con esa palabra tan rotunda. O sea que si uno dice que ama a Dios y no ama a su hermano, es un hipócrita. Sigue explicando: “pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”.
Si yo a éste que le veo, y que le puedo dar con el libro en la cabeza, no le quiero, cómo voy a decir que quiero mucho al Santísimo cuando vengo yo por las mañanas y le doy un beso o me voy por las noches y le doy un beso, pero no le veo. Vengo aquí le doy un beso y digo que quiero mucho a nuestro Señor. A fin de cuentas, nuestro Señor aquí dentro no te molesta, no te pide nada, no te fastidia, no roba tu tiempo, no te pide nada; ¡qué fácil es!. Nadie se lo creerá. En cambio, si uno ama a sus hermanos, los ama de verdad, comparte con ellos las cosas, se sacrifica uno en lo que debe hacer en bien de todos, ¡carambas!, éste sí que cuando viene a dar un beso aquí, aunque no lo vea, pues debe de ser verdad porque quiere a sus hermanos.
Bueno, pues eso es lo que nos debe pasar a todos. Queremos a nuestros hermanos. Si no, no nos sirve de nada que digamos que queremos a Dios, o que creamos que queremos a Dios si no queremos a nuestros hermanos. El evangelista nos pone relativamente fácil esto porque no dice que si no quieres a los mil millones de chinos que hay en China no quieres a Dios. Bueno, esos mil millones de China están lejos y tampoco los veo. Querer a mil millones de chinos, uno a uno…uno tiene la vida muy corta, y no podríamos ni aprender sus nombres con lo difíciles que son. No. Hay que querer a los que te rodean, a tus hermanos en Cristo que son los que forman un grupo, una familia, una comunidad, a los amigos, a los conocidos. Lo pone fácil, no mil millones de chinos, ni trescientos millones de indios, ni doscientos millones de japoneses. No podría. ¡A tus hermanos! Los que conoces, de los que sabes su nombre, a los que hablas, a los que estás vinculado. Éstos son a los que hay que amar.
Pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.
Si yo amo a Dios, que es Creador de todo, cómo no voy a amar lo que Él ha hecho: los seres que Él ha creado. No se puede amar a Dios y no amar lo que Él ha hecho. Por eso la frase última del realismo existencial: basta con existir realmente para que sea digno de ser amado, porque es criatura de Dios. Ahí tenemos a Mario – que es un huésped ilustre de esta casa- hecho por Dios, aunque no lo parezca está hecho por Dios, je, je, je. Si amamos a Dios, cómo no vamos a querer a Mario que es obra de Dios – ahí dónde le tenemos con este jersey, con esta cara de buen chico-, pues es obra de Dios. Es que no querer a Mario es no querer al autor de Mario que es Dios, claro.
“En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, si amamos a Dios y cumplimos sus manifiestos. Pues en esto consiste el amor a Dios, en que guardemos sus mandamientos”. Y sus mandamientos son que amemos a la gente, unos a otros.
Hemos de amar para ser sinceros, para que de verdad amemos a Dios. Entonces nuestra preocupación – lo que tendríamos que hacer- es tener alegría y que fuera el motor de nuestra vida. ¿Qué puedo hacer para el bien, para la alegría, para el desarrollo de mis hermanos? Porque también puedo caer en otra tentación que es decir: yo amo mucho a mis hermanos y entonces me dedico a leer el periódico tranquilamente. ¡Obras son amores y no buenas razones! Por lo tanto, no es cuestión de decir: ¡eh!, oye, mira, yo amo a mis hermanos. No es cuestión de decir nada pues si amamos a nuestros hermanos obraremos cosas continuamente en favor de ellos. No hay que decir nada a la gente, ¡si la gente lo ve, lo ve! . Si no lo ve, peor para ellos, allá ellos. No lo hacemos para que lo vea la gente. Lo tenemos que hacer para el bien de nuestros hermanos. Ése es nuestro vivir. Pasó por el mundo haciendo el bien; ésta es una definición que se da de Cristo: pasó por el mundo haciendo el bien.
¿Qué tenemos que hacer? Yo me tengo que preguntar, me lo tendría que preguntar cada mañana antes de la hora prima: ¿qué puede hacer yo por José Ignacio, qué puedo hacer de bien para Berna, – si está aquí, si no está aquí no puedo hacer nada – qué puedo hacer de bien para Andrés? ¿Qué puedo hacer? No hay que caer en la tentación de creer que uno es un semidios que puede hacer milagros, que puede hacerlo todo. Podemos hacer realmente muy poca cosa. Pero, ¿qué puedo hacer yo para que esté feliz, para que esté contento, para que desarrolle sus talentos, para que esté alegre de existir, de vivir, para ayudarle a que sea mejor, para que sea más bueno, qué puedo hacer por Andrés, qué puedo hacer por Mari Carmen, qué puedo hacer por Juan Carlos, por Marisa, por Montserrat, por Lola, por Tante? ¡Sí eso es lo más importante que podemos hacer!. Podemos hacer un verso muy famoso que la gente lo publique y digan: ¡oh, qué buen poeta!. ¿Y qué? No nos van a examinar en ser buenos poetas o buenos flautistas sino que al menos con nuestra poesía y nuestra flauta hemos hecho felices a los demás, les hemos ayudado ser mejores, a que desarrollen sus capacidades, a que se sientan más hijos de Dios y estén gozosos en manos del Padre.
Si os decía que antes de la hora prima podíamos decir: ¿qué puedo hacer yo hoy, qué palabra, qué gesto, qué sonrisa, qué tirón de los pelos puedo hacer para que esté contenta la gente? Bien, a la noche uno tendría que examinarse. Todos esos propósitos míos para hacer felices a la gente, ¡qué! , para ayudarles al desarrollo suyo ¡qué!. ¿Los he hecho, o me dejado llevar por la pereza, por el egoísmo, por estar preocupado nada más que por mis cosas?, ¿me he preocupado de mi vanidad, de mi orgullo en que nada más que me digan una palabra parece que me hayan pisado el callo en el alma, de mi vanidad, de mi susceptibilidad…?. ¿He perdido el tiempo en estas cosas en vez de ocuparlo en favor de los otros.
No hacemos ese examen de conciencia. No hacemos, primero, ningún propósito por la mañana. No lo hacemos porque de esta manera, por la noche, no tenemos de qué hacer examen de conciencia. Así nos quedamos con la conciencia muy tranquila y nos vamos a dormir. Si hubiéramos hecho propósitos y luego hiciéramos examen, ¡madre mía!, nos llevaríamos las manos a la cabeza y perderíamos el sueño de ver cómo se nos ha ido el día. Habiendo podido hacer tantas cosas para hacer felices a los demás, no las hemos hecho. Nos tiraríamos de los pelos – bueno yo no, no los tengo – y no dormiríamos tranquilos. Por eso, como el avestruz que cuando ve un peligro y no puede huir, cierra los ojos y pone la cabeza debajo del ala. Nosotros hacemos lo mismo, no queremos ver, y como no queremos ver, pues no nos damos cuenta. Entonces mañana es igual de anodino, de gris, de insulso, de insípido y de tontón que hoy . ¡Ay, cuándo despertaremos a la alegría de saber dar alegría a los demás!
Que el santo de hoy, que no sé quién es – el que sea-, aunque no sepamos su nombre: tú, que en el Cielo estás tan alegre, haznos ser motores de alegría, que es la única manera de que tengamos también el corazón como un cascabel.
Alfredo Rubio de Castarlenas
Homilía del viernes, 10 de enero de 1986. Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra