Esta noche del día de Navidad es como si tuviéramos todo un día para ir reflexionando sobre este Misterio de Encarnación, del  Nacimiento de Jesús, esa Palabra que nos recuerda el Evangelio, ese Verbo, que no quiere decir otra cosa más que Palabra. Palabra de Dios. “Verbum Dei”, hecho carne en la humanidad de este niño Enmanuel.

En este día, realmente todo el realismo existencial se siente movido a pensar un paso más allá con el esfuerzo de nuestra humilde, limitada y contingente razón. La sorpresa que un ser inteligente tiene de existir cuando tantas cosas hubieran podido hacer que no hubiéramos existido. Ciertamente somos y ciertamente nuestro yo, el yo, no era. No tenemos absolutamente ninguna conciencia de que hubiéramos podido estar existiendo antes de que empezara nuestro existir concreto como seres humanos en medio de este mundo. Nuestro yo no era y ahora soy. Ciertamente que mi cuerpo, todo lo que lo forma: los minerales, el agua, etc, eso viene de antes. Incluso los genes que me transportan la vida, que me han dado la vida, una vida humana en concreto, no de otro animal. Pero el yo, ese yo, realmente ha empezado a ser. No soy ningún dios, soy un ser contingente, ¡qué sorpresa existir! 

Pero después de que el libro (se refiere a su libro de realismo existencial) termina con esa maravillosa sorpresa de que somos – que entonces somos dignos de ser amados por el hecho fundamental de que existimos-, vemos que nuestro yo no es algo cerrado, no es algo que se basta por sí mismo ni que pueda ser feliz exclusivamente consigo mismo. Sino que es un yo abierto a la relación con otros “yos” , abierto a la contemplación de todo lo que le rodea, de todo eso que llamamos  universo – por ponerle una palabra – , sin querer prefigurar de entrada con esta palabra ninguna concepción especial sobre esa realidad misteriosa, pero real, que nos rodea. 

Realmente, si antes había la sorpresa de existir, ahora hay la sorpresa de contemplar todo esto que nos circunda. Es una explosión de belleza humana. Pero bueno, ¿por qué es belleza? Porque basta que una cosa exista para que ya resulte sorprendentemente hermosa. 

Después vendrá la razón, comenzará a poner cánones a las cosas y lo que queda por encima o por debajo de estos cánones que la razón pone, ya decimos que no es tan bello. Pero para un niño que no sabe de cánones, todo es hermoso. Y cuando empezamos a investigar con nuestra razón, vemos que nuestros sentidos que captan la realidad son muy limitados, que hay muchas vibraciones que escapan a nuestro oído por agudas o por graves. Que hay muchos colores más allá del infrarrojo y del ultravioleta, etc. Sabores y olores, ¡ni digamos!. 

Podemos pensar que, si de alguna manera – y de hecho lo logramos – pudiéramos aguzar nuestros sentidos, cuando somos capaces de contemplar maravillosas fotografías con el microscopio electrónico y se nos aparecen los átomos…, son unos campos inéditos, maravillosos de belleza. Allí donde llegan nuestros sentidos ayudados por lo artesano que puede hacer el hombre… ¡Podemos ver nuevos campos de belleza, escuchar nuevas sinfonías, amplificándolas para poderlas percibir todas estas vibraciones que normalmente no somos capaces de oír! O colores que no somos capaces de ver. ¡Qué belleza ignota nos queda en el universo! 

Pero también, al aumentar nuestras posibilidades, directamente alcanzar círculos que normalmente no se logran, bajar al fondo del mar, contemplar todo el mundo marino distinto al que estamos acostumbrados por encima de la faz de la Tierra; poder viajar a las galaxias, ¡qué otros espacios se nos abren!; quedamos admirados al contemplar los anillos de Saturno, los de Júpiter o los de Urano que se están descubriendo ahora. ¡Qué matización de colores , qué belleza, qué Misterio! Hasta el Misterio nos resulta emocionadamente bello. ¡Cuánta belleza! Pero la belleza no es más que la contemplación de lo que existe realmente. ¡Qué eclosión! La belleza es la eclosión de lo misterioso; es el lenguaje del Misterio.

En esta noche de Navidad, esa especie de metafísica del ser a través del lenguaje de la belleza – a la cual estamos aptos  para percibirla, para dialogar con esa revelación natural del ser- ¡qué bello es todo lo que nos cuentan, esa sencillez de José y de María, ese Misterio del nacimiento de Jesús, esa alegría en Cielos y Tierra, esa adoración  cantante de los pastores, ese misterioso caminar de todas las partes de los Magos de Oriente!… ¡Qué belleza es todo! . Pensando nada más que en la belleza de este Misterio, vemos que en él se juntan los confines de la contemplación de la belleza por nuestra razón y una nueva belleza que se abre como don, como Revelación mayor que solo es perceptible – así como la belleza microscópica sólo la vemos con el microscopio – con la fe, con los ojos aumentados en su mirar por la fe. ¡Pero qué belleza! 

Pues bien, que esta noche de Navidad seamos capaces de ponernos estas gafas del don de la fe para contemplar nuevos océanos de belleza nueva. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del miércoles 25 de diciembre de 1985.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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