Antes estábamos celebrando la Virgen de la Merced como inauguración de nuestro curso, de este curso 85-86. Ahora, en este primer día de octubre (de tantas resonancias para los estudiantes), estamos aquí en nuestra reunión acostumbrada y tradicional para celebrar esta Eucaristía en honor de san José. Le pedimos que él, patrón de los seminarios, de las vocaciones que quieren seguir a Jesús y, siendo ministros de Él, nos proteja a todos en este curso que empieza . 

Se da la circunstancia de que hoy – principio de curso- empezamos unos breves ejercicios espirituales. El tema es: La soledad y el silencio.  

Hace pocos días fue la fiesta de san Vicente de Paúl. Este santo – en aquel momento en que había tantas calamidades sociales en Francia- fundó aquellos misioneros y les decía: no tengáis ningún escrúpulo de dejar la oración. En ese entonces los canónigos y los presbíteros hacían largas horas de cantos litúrgicos en las iglesias. Ésa era su obligación. San Vicente les decía  que no tuvieran escrúpulos, que si eran misioneros salieran a las calles donde les necesitaba la gente. Entonces los laicos no se sentían obligados por este carisma misionero, ni siquiera los presbíteros. Había otras órdenes- como los dominicos o los franciscanos- que eran los que sí lo tenían. San Vicente de Paúl también afirma que hay sacerdotes seculares que, siendo seculares y no religiosos, pueden tener este carisma apostólico de salir fuera a predicar (como hacían los dominicos), o consolar con su caridad (como hacían los franciscanos). 

Hoy día han pasado muchos siglos. Gracias a Dios, hace ya mucho tiempo – con el despertar de la Acción Católica-, los laicos han cobrado conciencia de que tienen que ser apóstoles. Los sacerdotes y los presbíteros salieron de sus sacristías y de sus iglesias para, también, hacerse apóstoles de tantos movimientos de juventud, de esposos, de tantas necesidades de la gente en el mundo obrero, en el mundo estudiantil, en el mundo intelectual,  en las diversas profesiones, sindicatos… 

Ahora conviene decir: un momento, ahora que todos sois ya misioneros por todas partes, ¡cuidado!, no os dejéis llevar por la vorágine de la acción porque si no está retroalimentada por una oración profunda, se desvanece, se queda vacua y, en último término, se hace totalmente ineficaz. No tengáis escrúpulos de dejar vuestros apostolados para retiraros a estar en soledad y silencio porque solo así servirán para algo. Porque si no, perderéis la brújula y esta acción vuestra, en vez de servir a Dios, acabará al servicio de tantos ídolos sin que os deis cuenta. No tengáis escrúpulos para retiraros a la oración, al silencio y a la soledad.  

Pero bien sabéis también que en estos breves ejercicios que vamos hacer, no sólo vamos a hablar de la soledad y del silencio – que harto sabéis de esto -, sino de una soledad y un silencio muy cualificados y específicos: son para hablar, para sentirse cerca, para orar y meditar en Dios Padre. Éste es el hito, la meta que Cristo nos vino a dar en este mundo. Él vino a revelarnos al Padre y abrirnos el camino. Él es puerta y camino para que podamos acceder a la intimidad de nuestro Padre:  sintiéndonos en Cristo, por Cristo y con Cristo, hijos de Dios Padre. Si le llamamos Padre es porque somos sus hijos. Tenemos que conocerle, tener la sorpresa de descubrirle cercano, de conocer como se revela en sus pensamientos, en sus deseos y en su amor. Vivirle. 

Ése es el tema de estos breves días en que nos vamos a reunir en soledad y silencio. Pero estamos aquí, bien lo sabéis, en honor de san José.  Él era para Jesús, para el Verbo Encarnado hecho hombre, para la humanidad de Jesús – la plenísima y rotunda humanidad de Jesús- la mejor imagen que tenía, junto con María, de esa paternidad de Dios, la mejor imagen de Dios Padre. ¡Cuánto bebería Jesús de esta figura de José, de esta ejemplaridad! Por eso, hoy que venimos aquí en honor de este patriarca, le pedimos que Él – también para nosotros imagen magnífica de Dios Padre – sea el que nos conduzca paso a paso en nuestra meditación de estos días, en nuestros descubrimientos de Dios Padre. Si vamos de la mano de José, como Jesús hizo tantas veces, seguro que en estos días habremos visto más cerca a Dios Padre.

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del martes , 1 de octubre de 1985. En la iglesia parroquial de Belén, Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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