Mt 20, 20 – 28

Este Evangelio, que lo hemos leído muchas veces en muchos otros actos litúrgicos a lo largo del año y también cuando hemos venido a celebrar aquí junto a la tumba de Santiago – porque es el Evangelio de la misa de Santiago- es muy hermoso. Es muy breve, pero ¡tan denso!, como todos los pasajes del Evangelio.

Primero, ellos saben que ponen a su madre de intercesora de sus deseos. La madre de ellos dos va a pedirle a Jesús y éste la atiende con mucha benignidad:  “ ¿Qué deseas?”. Como si estuviera proclive, ya antes de que ella hable, a conceder lo que le va a pedir por ser madre de estos hijos. Ya de entrada Jesús manifiesta buena predisposición para atender esa intercesión que los hijos ponen. Le hace esa petición: cuando esté en su Reino, que se siente… 

Él entonces no contesta a la madre sino que, también atravesando esa pregunta de la madre, se dirige directamente a ellos dos y les dice: “ ¿Podéis beber el Cáliz? “.  Ellos dos dicen: “Podemos”.

Jesús ciertamente ratifica eso: mi Cáliz lo beberéis. Es condición: “sine qua non” para que después podáis estar sentados conmigo en el Reino de los Cielos. 

Ahora bien, es aquello de que el Padre es mayor que yo. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en la Santísima Trinidad son iguales, pero, siendo iguales, el Padre es mayor porque es el Origen. Él aquí reserva al Padre quién va a sentar a su derecha y a su izquierda, no se lo concede de inmediato por la petición de la madre porque no le toca a Él. Esto lo tiene reservado el Padre. 

Ese diálogo tan espléndido, tan maravilloso, no era del todo correctamente entendido por los otros diez apóstoles, muy terrenales todavía: ¿Pero qué cosas le pedían, qué es eso de adelantarse a los otros? Protestan. Jesús toma pie de esto para darles una maravillosa, una magnífica lección que nos concierne a todos.

Todos los que estamos aquí queremos vivir en el Reino de los Cielos ya aquí, el que instauró Cristo con su Resurrección como antesala de ir al Reino de los Cielos eterno. ¡Claro que queremos vivir con él!  ¡qué sencillo es vivir en él, qué fácil ¡ Cristo explica lo fácil que es vivir en el Reino de los Cielos, es decir, en un trozo de él en medio del mundo- que no es del mundo- pero que es ya ahora, aquí, en este momento, un trozo de Cielo  en el que podemos ver como en un espejo a Dios Padre.  Porque cuando se ve a una persona en un espejo, se le ve muy claramente, muy nítidamente, se le siente muy cerca, se puede oír su voz, se pueden ver los gestos con los que acompaña lo que dice. Ver a una persona en el espejo ya es mucho- este tenerla muy cerca y verla muy claramente- aunque no la podamos abrazar aún. 

Pues bien, ¿cuál es el consejo que nos da Jesús para que sea eso realmente un Reino de los Cielos aquí, donde sea o donde estemos juntos?: que nadie quiera ser primero, que todos queramos ser últimos. 

En una comunidad, en una familia, cuando todos de verdad en su corazón quieren ser últimos, y por amor quieren ser servidores de los demás, esa familia  se ha convertido en un trozo de Cielo en un instante. ¡Qué maravilla, cómo se quieren, cómo se sirven, cómo se ayudan, qué paz! Bastaría que uno, uno sólo en su corazón quiera ser primero, ¡oh!, qué fácil le sería porque, como todos los demás quieren ser últimos, pues se convertiría en primero. Pero siendo un primero, ¡cómo empezaría entonces a mandar, a querer que los demás le siguieran, que hicieran lo que él dijera, a querer sojuzgarlos! Se habría acabado el ser un Cielo, se convertiría aquello en un purgatorio o quien sabe si en un infierno. ¡Todos últimos, qué maravilla! 

Ya está, ya es un trozo de Cielo. ¿Por qué? 

Ciertamente en la familia, en una comunidad cualquiera, hay alguien que es primero. Claro, pero éste ya no quiere serlo porque ya lo es. Los que lo quieren ser son los que no lo son. Cuando uno, como Cristo, funda un grupo, él es el fundador. Un padre, una madre de familia, son los primeros, claro, sin ellos no existiría la familia. Lo son. Pero Jesús mismo nos da ejemplo de lo que han de hacer los que ya son primeros. ¿Qué han de hacer? Hacerse también últimos y así dan ejemplo de lo que hay que hacer. Si ellos, que son los primeros, también se hacen últimos, los demás, que no son primeros, cuánta mayor razón para ser últimos. Es lo que hace Cristo cuando lava los pies a los apóstoles: me llamáis “el Señor” y es que lo soy, pero mirad lo que hago con vosotros. Y les lava los pies con gran susto de san Pedro, a quien le dice: si no lo permites, no tendrás parte conmigo.  Lo que habéis visto en mí, así vosotros os lo tenéis que hacer los unos a los otros: ¡sed últimos, lavaos los pies! Labor de esclavos. 

El primero, el padre de familia, el fundador de un grupo, el que sea primero de verdad -porque es el que ha puesto las cosas para que fueran posibles-, se ha de hacer último. Así los demás encontrarán también más fácilmente hacerse últimos. Cuando todos, incluso el primero, sean últimos, el Cielo está en medio de nosotros. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

Homilía del miércoles, 30 de noviembre de 1985. En la Catedral de Santiago de Compostela. 
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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