Al terminar de leer el Evangelio, me ha dicho Juan Miguel:  ¿quieres predicar tu?  Y como él está aquí hoy, preside esta Eucaristía y ha de marcharse a su lugar apostólico, yo le he dicho que predique él.  Pero la verdad es que cuando oía el Evangelio de esta predicación, se me había ocurrido comentar estos tres casos de Jesús, y cuál ha sido mi alegría al escuchar a Juan Miguel, ver que él hacía y decía aquello que yo intuía y que quizás os hubiera dicho, pero que sin duda ninguna él lo ha dicho con toda seguridad mejor de lo que yo os lo hubiera podido explicar  ¡Que alegría haberle oído y poder recordar después estas palabras en nuestro corazón y meditarlas!  Pero como esta celebración no es una celebración así, a una hora determinada para la gente que quieran venir como a una misa de los domingos, sino que es una reunión de familia, hay gente que también están aquí escuchando -supongo que tendrán paciencia, no tenemos prisa-,  después de haber escuchado a Juan Miguel, podemos también decir una cosa que es interesante, bonita quizá, decirla ahora que estamos al principio de esas celebraciones de los días 1 en honor de san José aquí en la iglesia de Belén.

Si me permitís que os haga una pequeña parábola; había una vez un hombre que, deseando realmente trabajar la tierra, sembrar algo para que diera cosecha, que no estuviese estéril la tierra ni él parado, trabajando para ajardinar el mundo, decide buscar un campo.  Y el que encuentra ese campo, antes que sembrar nada, tiene que ponerlo en buenas condiciones, sacar todas las piedras del campo, amontonarlas, y quizás utilizarlas como hacen en Menorca o en algunas otras tierras de Castilla donde hay muchas piedras, las sacan para que la tierra esté buena, y con esas piedras hacer las cercas de estos sembrados.  Y una vez que la tierra, el campo, ya está sin piedras, hay que sacar muchos hierbajos, y luego esa tierra endurecida porque ha estado mucho tiempo sin labrar, hay que ararla.  Luego hay que dejar que lleguen las lluvias y que la humedezcan,  y que vengan muchos aires y la aireen.  Después habrá que abonarla todavía.  En fin, hay que hacerle muchas cosas a los campos para dejarlos a punto para la sementera.

La gente, al ver a este hombre años tras años trabajando allí sudoroso, fatigándose en esta tierra, empleando medios que quizá le cuesten mucho, abono, etc., puede reírse de él y decir: ¿de qué le sirve tanto afán si no hay sementera, no hay cosecha?  Pero llega un momento en que, porque está la tierra a punto, por fin se decide él a sembrar, y entonces espera la colaboración de Dios para que también, dando sol, luz, aire y lluvia pueda recoger una gran cosecha.

¿Por qué os cuento esta parábola? Hace años, bastantes, decidimos acotar un terreno y decir Belén, decir la Merced, decir la Catedral, y ahí trabajar años tras año constantes con un puñado de personas que venían a ayudar, vosotros en este momento aquí años tras año, mes tras mes, venís a celebrar una Eucaristía en honor de san José, en honor de María, en honor de santa Eulalia.  Desde fuera podía reírse la gente:  ¿qué hacen tanto tiempo, tan constantes, con tantos esfuerzos -como no a veces-, para seguir trabajando en este terrenito de nuestra misa a san José o a la Virgen, o a santa Eulalia?  ¡Si no tienen cosecha, si no viene gente, que están nada más que los trabajadores del campo! ¡Tranquilos, tranquilos!  Precisamente porque los surcos están muy arados y muy hondos, porque en las almas de todos estos años estas eucaristías han ido humedeciendo nuestros corazones y toda esta tierra, etc., llega el momento de la sementera.  Y tendrá que pasar todavía tiempo para que empiecen a brotar los tallos verdes, que se hagan grandes, que se hagan espigas bien granadas con la ayuda de Dios que irá dando esa fuerza por dentro de los corazones que se acerquen, y habrá una gran cosecha.  Pequeño será este templo para todas las espigas que vengan creciendo en su amor a san José; pequeña será la Merced para cobijar a las personas que vendrán a estas misas, porque irá creciendo en ellos una tremenda y grandísima y esplendorosa devoción a María; pequeñísima será la cripta de la Catedral para todas aquellas mujeres, para todas aquellas jóvenes, para todas aquellas gentes que sentirán palpitar dentro la fortaleza, los deseos apostólicos de esta mártir de Barcelona que es piedra fundamental de nuestra ciudad.

Sabes esto, hemos de empezar a sembrar, que vayan viniendo gentes desconocidas incluso hoy por nosotros, que vendrán a través de otras muchas que son conocidas nuestras, que se irán sumando unas aquí y otras allá según el carisma que vayan teniendo.  ¡Tranquilos!, pero ha llegado la hora de la sementera después de estos años de haber preparado con tanto esfuerzo, con tanto mimo, con tanto amor un terreno que estaba vacío.

Hemos hablado estos días mucho de lo que es este compromiso con Dios de tener fe en la Providencia, tener esperanza en los demás, tener caridad, amor a todos.  En esta misa dedicada a san José en que venimos a honrarle a él en estas misas, no cabe duda de que él es un ejemplo maravilloso de tener fe en la Providencia por muy oscuro que pudiera parecer todo su entorno, por muy inexplicable y misterioso.  Tener fe en la Providencia, esperanza en los demás, amor a todos, es realmente un misterio, y por encima de ese misterio hemos de tener fe, hemos de tener esperanza en los demás, hemos de tener amor a todos, cuando vemos a veces que no tendríamos motivos claros para poder tener estas cosas; y contra toda oscuridad y desesperanza, contra todo motivo de verdadero amor, deseamos ser así con la ayuda de Dios.

Pero miremos a san José, ejemplo preclaro de esas tres cosas.  Nada más hemos de evitar un pequeño escollo, de creer que porque nosotros hagamos este compromiso con Dios, nos convertimos como en seres omnipotentes que mediante nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amos vamos a conseguir aquello que creemos que tendría que ser, que la Providencia nos va a ayudar en todos unos planes que nosotros soñamos o queremos hacer.  No, la providencia nos va a ayudar en aquello que indefectiblemente es de Dios, que a veces nosotros podemos soñar otras cosas que no son las que Dios desea; y entonces no nos va a ayudar para estas cosas, nos va a ayudar para las que ÉL realmente desea, con lo cual vamos viendo que, si nos dejamos llevar también de la providencia, es como la verdadera brújula para saber realmente lo que tenemos que hacer, ver allí donde la Providencia nos ayuda.  Y aunque nosotros quisiéramos o soñáramos, si no nos ayuda no es porque no nos ayude, sino porque no es por ahí, es por allá.  También tenemos esperanza en los demás y podríamos creer que es que los demás tienen que hacer aquello y aquello, y yo, como tengo esperanza, ellos acabarán haciendo aquello y eso.  No, tengo esperanza porque al final Dios nos va a santificar en el modo, en el sitio, en la manera y en las cosas que son las propias.  Ése es el verdadero camino de estas personas, y mi esperanza está en que realmente, con la ayuda de Dios, lo recorrerán, que no es quizás el que yo preveía para ellos.

Y también, cuando uno dice: yo hago el compromiso de amar a todos.  Y esto es porque uno se cree que es un sol que derrama un amor inmenso a todos.  No.  Somos seres pequeños, limitados, podemos amar aún ayudados del amor de Dios, pero por un canal tan estrecho que somos nosotros, que podremos amar un poco, aquí más, allá menos, aquí de un modo, aquí de otro más inadvertido.  Podremos, sin embargo, si que amar siempre, pero de muchas maneras y en muchas medidas, quizá más pequeñas de lo que nosotros podríamos soñar creyéndonos unos semidioses en un momento dado.

Pues bien, este compromiso, no es que nos haga omnipotentes a nuestro capricho; nos hace fecundísimos desde nuestra humildad.  ¡San José, qué gran ejemplo de todo esto!

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del miércoles, 1 de octubre de 1986. Barcelona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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