Mc 9, 1 – 12

Su repercusión en nuestras vidas

A primera vista, este Evangelio que nos acaban de leer nos parece muy sorprendente. Es el relato de la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor, donde todo el Viejo Testamento -representado por estas figuras de Moisés y de Elías- viene a rendir pleitesía a Jesús, que es el portador de la Buena Nueva. Quedan extasiados esos discípulos bien amados, Pedro, Santiago, Juan, que por responder con mayor generosidad al llamamiento de Jesús eran muy predilectos. Pero luego dice que de golpe se vieron en la montaña Jesús y ellos solos. Había acabado aquel éxtasis, y lo recordaban profundamente en su corazón – lo recordaron siempre, y en los momentos más difíciles de la cruz, de la muerte de Jesús, de la persecución de todos contra ellos-, el recuerdo de aquellos momentos les daba un rescoldo de fe, de esperanza y de un amor nuevo. 

Nos parece sorprendente el relato, y sin embargo yo diría que es muy cotidiano. En cada uno de nosotros, si estáis aquí hoy a la una de la tarde para asistir a esta Eucaristía en la capilla de esta universidad – sin preocuparos ni hacer problema de todos estos paneles que hay aquí-, frente a la realidad esplendorosa de Cristo entre nosotros, ¡qué va! Si estamos aquí es porque en el fondo de nuestro corazón tenemos vivo el recuerdo, viva la experiencia de que alguna vez hemos sentido muy hondo dentro de nosotros – pero muy nítidamente también- esa presencia transfigurada de Jesús. Le hemos sentido cercano, le hemos sentido más allá de ser meramente un hombre, un ser humano. Lo hemos sentido como que tiene una trascendencia misteriosa, divina, y eso ha caldeado mucho nuestro corazón, nos ha llenado de una secreta admiración, profunda, inexplicable, tan más allá de lo que podemos pensar con palabras que no sabemos expresar, que incluso luego diremos: aquel toque de Dios en el alma ha sido un sueño, ¿fue verdad?, ¿estaba fuera de mí? . 

Eso condiciona después maravillosamente toda nuestra vida. Nos imprime una dirección por una secreta puerta, como esta aguja de la brújula que dejada suelta siempre mira al norte. Siempre hace que nuestro corazón, por muchas vueltas que le den, le demos o él mismo quiera dar, siempre después vuelve a mirar el norte, porque alguna vez también lo sentimos a Cristo transfigurado en nosotros. Por eso le seguimos, le amamos, por eso queremos seguir sus enseñanzas de amar a los demás como Él nos ama, de sembrar un trozo de Reino de Dios en medio del mundo. 

Abrimos los ojos y nos vemos en medio del mundo, como los apóstoles allí en la montaña que luego bajaron a reunirse con los demás discípulos y encontraron otra vez a los enfermos y los problemas de cada día. Pero el recuerdo de aquellos instantes – los días pasan- nos quedan para siempre. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del sábado, 21 de febrero de 1987. En la capilla de la Universidad de Barcelona
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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