(Jn 13, 1 – 15) 

En estas lecturas – la segunda y este Evangelio-, recordamos dos momentos importantísimos de este Jueves Santo. El Evangelio que acabamos de escuchar dentro de poco se reproducirá. Hemos de recordar otro donde iban Juan y Santiago discutiendo quiénes serían los primeros, cuando ellos soñaban que Cristo fuera un rey como los reyes del mundo y querían ser primeros ministros o lo que fuese. Jesús les escucha y les dice que en el Reino de Dios, el que quiera ser el primero que sea el último. 

En el Reino de Dios todos podemos ser primeros. ¡Deseemos nuestra salvación, queramos llegar al Cielo! ¡Qué más se puede pensar para ser primero! Pero para ello tenemos que ser últimos, es decir, que, por amor, tenemos que servir a los otros. En un grupo, en una sociedad donde de verdad todos quieran ser últimos, sería un paraíso. Porque siempre que haya uno que quiera ser primero, tiene que dominar sobre el otro, hay una cierta esclavitud y dominación. Cuando todos son últimos, todos se sirven, eso es un paraíso. Esto es tan importante que Jesús, en aquel momento tan solemne, hace una tarea que es de esclavos. Había un esclavo en las casas que lavaba los pies a los que venían antes de sentarse a la mesa, de reclinarse en un diván. El que hacía eso era el niño más pequeño, el último de la casa . Jesús les dice: -Mirad lo que hago.

Cuando Pedro le dice que él no hará eso, ¡pobre Pedro! Él no entiende de qué se trata. Si Pedro no lo entiende -que es lo que Jesús dice después-, no lo hará a los otros porque cree que no está bien. Si él no lo repite, entonces no será miembro de Dios. Tenía que entender eso; tenía que ser de los últimos. Todos últimos. Entonces ya no hay ni primeros, ni segundos. Todos igual: es un trozo de Cielo. 

En la lectura anterior se recordaba ese otro momento grande del Jueves Santo. El del pan, del vino y de aquella larga conversación del Evangelio de San Juan: Amaos los unos a los otros como Dios Padre me ama y yo os amo. Esto es lo que resume todo el mensaje de Jesús: los unos a los otros. 

Mirad, los filósofos ya habían pensado a Dios, pero pensaban en un Dios infinito, causa primera, causa de todo, que estaría feliz contemplándose a sí mismo y no se preocuparía de los otros. No, Dios es Padre. Si Dios ya desde toda la eternidad tuvo un Hijo es porque estaba dispuesto a preocuparse del Hijo, del Verbo, y a amarlo antes que a sí mismo. El Hijo, el Verbo, encontrándose existiendo gracias al Padre y recibiendo toda la naturaleza divina, vio que nunca podría amarle lo suficientemente como para agradecerle lo que había recibido. Cuando Dios Padre ama al Hijo antes que a sí mismo, y el Hijo ama al Padre antes que a sí mismo, entonces fluye el Espíritu Santo. 

El demonio – esta figura que personifica todo el mal – no hace eso. Recibió también la existencia, todo, pero prefirió amarse a sí mismo más que a Dios. Eso es un infierno. 

Cuando en una familia el padre olvida su egoísmo y en vez de vivir para sí quiere engendrar un hijo, está dispuesto a sacrificarse y a amarle antes que a sí mismo. El hijo también puede ver que, por mucho que ame al padre, nunca le agradecerá bastante el haber recibido la existencia, el ser una persona humana. Nunca. Pero si el hijo prefiere amarse más a sí mismo que a los padres, eso es lo que hace el diablo: esta familia es un infierno. ¡Cuántas familias hay donde los padres – supongamos – aman y se sacrifican toda la vida, dan la vida, perdonan setenta veces siete y siempre están esperando al hijo! Pero hay hijos que dicen que como se les ha puesto en el mundo, que es asunto suyo, que les sostengan, que tienen esa obligación. Les dicen que les respeten su libertad y basta. Hacen lo que les viene en gana, más preocupados de ellos que de los otros. Un infierno.

En cambio, cuando en una familia, en un grupo, cada uno ama al otro más  que que a uno mismo – “amaos los unos a los otros como Dios me ama a mí”-, entonces, el Espíritu Santo está en medio. Esta familia, este grupo o esta sociedad es un Reino de Dios. 

Hoy Jueves Santo tenemos que pedir al Espíritu Santo que nos de esta luz, que entre en nuestro corazón para poder hacer lo que Jesús deseaba. Tanto lo deseaba, que va a partir su cuerpo, como el sacerdote reparte la Hostia. 

Él dio la vida por eso: para que nos amemos. A los otros más que a uno mismo. Así el Espíritu Santo, el Amor de Dios, la presencia de Dios Padre, será un hecho y tendremos ya el Cielo aquí, y también el Cielo eterno. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del jueves Santo, 23 de marzo de 1989. Monasterio de san Jerónimo de la Murtra, Badalona.
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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