(Le 1,26 – 38) Sobre el sí de cada uno a Dios

Hoy, cantados estos laudes en honor de la fiesta de la Anunciación de María – trasladada a hoy porque había coincidido con los días de Pascua-, es para mí un día también muy entrañable porque fui ordenado sacerdote un día de san José, 19 de marzo, fiesta del Colegio Español en Roma que está bajo esta advocación. Es una fiesta en que, de ordinario, se hacen las ordenaciones de los alumnos del Colegio. Al día siguiente, cómo no, celebré mi primera Eucaristía en las catacumbas de Priscila. Pero en la festividad de hoy celebré mi primera misa cantada – y que Dios me perdone porque canto mal-, pero tuve mi buena voluntad de cantar mi primera misa así, solemne. Hoy, aunque no sea 25 de marzo, es festividad litúrgica, así que les pido una oración por este sacerdocio del que realmente estoy tan contento. 

Todos somos, absolutamente indignos de esos dones de Dios. Ser ustedes religiosas, ¡qué don tan grande! Por mucho que hagan, ¿merecer tanto honor? Yo mismo,por ejemplo… nadie es digno. ¡Qué don tan grande éste que nos ha regalado Dios! 

En este Evangelio, lo que verdaderamente sorprende más de este midrash es esta delicadeza de Dios de pedir el consentimiento de María. Pensar que todo su plan, el de la Redención, está pendiente del sí de María. Claro, era inmaculada – ya se la había preparado bien Dios -, y era casi -podíamos decir- absolutamente imposible que dijera que no. Pero era una criatura libre, una criatura humana y libre. Por eso le pide el consentimiento. 

¿Qué hubiera pasado si hubiera dicho “no”? Pues Dios no se habría encarnado en María. Y como Dios quería a todo trance nuestra Redención, tendría que haber preparado a otra mujer, le tendría que haber pedido otra vez el consentimiento y con su sí se habría encarnado. Dios, el Verbo, sería el mismo, la misma persona, pero la humanidad de Jesús de Nazaret, no. Sería otra persona, quizá se llamaría Manuel también -Dios entre nosotros-, pero no sería de Nazaret, sería de otra parte. 

¡Qué misterio éste de Dios de ser tan respetuoso con nuestra libertad! Como Él es el creador de nuestra libertad, es el que más la respeta. Sería una contradicción darnos la libertad y que luego que Él no la respetara. Aquí tenemos el testimonio de esto. 

Esto nos lleva a pensar – no quiero alargarme – en que muchas veces nosotros somos conscientes de que tenemos esta vida -nada más que esta vida- para hacer las cosas mejores que podamos, para tener los máximos méritos posibles, y así sumamos a estos infinitos méritos de Cristo pudiendo gozar en el Cielo luego. 

Tenemos una sola vida y nos asalta la preocupación; ¿qué puedo hacer yo mejor con esta sola vida? Porque, claro, delante de cada uno se abre un abanico muy grande de posibilidades en que puedo hacer esto, eso o eso otro: ¿Qué será lo mejor? 

Lo mejor siempre es aquello que da más gloria a Dios, a nosotros mismos y a los demás. No se puede pensar que pueda ser una cosa lo mejor para Dios y que no sea lo mejor para mí o lo mejor para los demás. No. Lo que es bueno para mí, es bueno para los demás, es lo que da más gloria a Dios. O viceversa. Se puede decir de cualquiera de las tres maneras. Señor, ¿qué es lo mejor que yo puedo hacer a partir de este momento? Claro, podemos pensarlo mucho y decir: -Pues a mí me parece que lo mejor que puedo hacer de ahora en adelante es esto. Pero claro, uno no es infalible. Puede decir; ¿y no será aquello otro o eso lo mejor? Y uno piensa mucho, le parece. Pero como sólo tenemos una vida, vale la pena decir: -No, no, no, tengo que saber encontrar el modo de saber qué es lo mejor porque no puedo perder el tiempo. 

Bueno, pues consultaré a alguna persona muy espiritual, muy sabia, que conozca bien, que me aprecie sinceramente, y entonces le preguntaré: 

-¿Qué le parece  -mi director espiritual o la superiora – qué es lo mejor que yo puedo hacer? 

Es posible que si es una persona que reúne estas cualidades, nos dé un buen consejo. Pero tampoco es infalible, a pesar de todo también se puede equivocar. Quizá no me conoce del todo, no conoce todas las posibilidades que yo tengo por delante. Entonces, ¿a quién recurriré para saber sin equivocarme qué es lo mejor que puedo hacer? 

Saben ustedes que santa Teresa había hecho voto de hacer en cada momento, no lo bueno sino lo mejor. Pero, ¿cómo se puede saber esto? Hay una persona que ciertamente nos conoce más que nadie, sabe más que nadie, nos quiere más que ninguna otra persona y no se puede equivocar; sabe perfectamente qué es lo mejor para nosotros. No hace falta que les diga quién es: Dios, Dios Padre. No se puede equivocar. Entonces parece que la solución será venir aquí a la capilla, o a este templo del Padre que es la habitación de ustedes – cerrada la puerta, como dice el Evangelio: cuando queráis orar, subid a vuestra cámara, y cerrad la puerta. Entonces aquello se convierte en el sagrario de Dios Padre: -Padre mío, aquí estoy, dime qué es lo mejor que puedo hacer. 

¿Creen ustedes que Dios Padre se lo manifestará a ustedes? -No. Entonces, ¿de qué nos sirve saber que Él lo sabe, que se lo vayamos a pedir? Pues parece que nos lo tendría que decir. Pues no nos lo dirá. ¿Por qué? Por eso que decíamos hace un momento: porque respeta más que nadie nuestra libertad. Porque si nos lo dijera, claro, nos haría un poco de coacción. Si nosotros sabemos eso y decimos: -Bueno, yo sé eso, lo ha dicho Dios Padre, no se equivoca, pero a mí eso me parece muy difícil, muy inesperado, no encaja en mis planes. Con la manera de pensar que tenía, ¿cómo no lo voy a hacer si sé que es lo mejor? Entonces uno lo hará, pero a rastras. Poco mérito. No, Dios respeta nuestra libertad y se calla. Pero sin embargo, nosotros queremos hacer de nuestra vida lo mejor. Y sabemos que Él lo sabe. ¿Cómo podríamos hacer para arrancar de Dios Padre este secreto si interesa tanto? ¿Es posible? Sí. ¿Cómo? Veremos. 

Si la dificultad que tiene Dios para hablarnos es que respeta nuestra libertad, he de sacar este obstáculo. Tengo que ir y decirle: Dios Padre, no es que venga a preguntar qué es lo mejor, no. Te vengo a decir otra cosa antes: -Mira, yo sé que Tú lo sabes, que respetas mi libertad. Pues yo vengo a decir sí con entera libertad a eso que Tú ves y que yo todavía no sé. Pero yo quito el obstáculo de respetar mi libertad, porque yo ya libremente te digo sí, de todo corazón, un sí total, absoluto, irreversible, para siempre, a eso que Tú ves como mejor. Como ya has quitado el obstáculo de tu libertad, -porque libremente le has dicho que sí antes que nada- Dios ya se manifestará en el fondo de tu corazón, que es, en efecto, lo que mejor puede hacer. ¿Cómo os lo manifestará? ¡Oh!, Dios tiene infinitas maneras de manifestarse al alma. ¿Cuándo?: Cuando Él crea oportuno. Pero ya el camino está abierto para que nos lo manifieste en directo, con alguna inspiración, pues -como decía san Ignacio- hay mociones de Dios de las que ni uno ni duda ni puede dudar. Ni duda que es Dios, ni puede dudar de aquello que manifiesta. Puede ser que nos lo manifieste providencialmente a través de otras personas o de las circunstancias, pero veremos sin dudar que es la mano de Dios . 

Hay que decirle este sí con generosidad, sin miedo. ¿Miedo de qué? Si ve que es lo mejor, ya me ayudará con sus gracias -aunque me parezca difícil-a eso que le parece mejor. Digamos un sí como María, total, absoluto, irreversible, para siempre. 

Gracias a Dios, ustedes, esto es lo que ya le han dicho, porque si no, no estarían aquí. Lo han dicho con sinceridad y con plenitud cuando vinieron, cuando emitieron sus votos simples, cuando después de mucha meditación, mucha prueba, dijeron a Dios este sí en sus votos más públicos y solemnes. Ya le han dicho este sí. Pero qué bueno es que se lo digamos cada día, que a diario le renovemos este sí para que Él con más detalle nos vaya indicando lo mejor que tenemos que hacer para desarrollar nuestra vocación, nuestra entrega en religión, que nos vaya marcando con detalle el camino. Renovar este sí, como María, quitando el obstáculo de que Él respeta nuestra libertad porque se lo volvemos a decir: – Hágase tu voluntad en mí. Mi alegría es que Tú y yo tengamos una misma voluntad. Yo de esta manera unido a ti, sólo queriendo lo que Tú quieres, pues, naturalmente, Tú también te haces una voluntad con la mía. Qué alegría ser los dos una sola voluntad, como María nos muestra en este Evangelio.

Cuando hay una unidad en la voluntad de Dios y la mía, ¿qué pasó en María?: Nació el Verbo. ¿Qué pasará en nosotros?: Quedaremos inundados del Espíritu Santo. 

Alfredo Rubio de Castarlenas

 

Homilía del lunes, 3 de abril de 1989. República Dominicana 
Del libro «Homilías. Vol. I 1985-1995», publicado por Edimurtra

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